Debido a la festividad del día del trabajo y al día de la Comunidad de Madrid, volveremos el miércoles 3 de mayo. Mientras tanto, no dejéis de ir al cine.
La señora Hilyard ha
tenido una gran idea. Desgraciadamente ella apenas se puede mover. Las piernas
no responden y la enfermedad que padece no tiene cura. Pero en su mansión se ha
instalado un bonito ascensor que hace que pueda relacionarse, tener vida
social, pasear su lentitud por el salón y, cuando llega la hora, acostarse en
el piso de arriba. Es una gran idea que pueden tener, naturalmente, las señoras
con dinero. Así es posible que no se condenen a la reclusión en su cuarto, con
cuatro monótonas paredes alrededor, dejando pasar el tiempo hasta que llegue la
hora definitiva. Sin embargo, ese día, la señora Hilyard va a estar sola.
Las casualidades, el
destino o como quiera llamarse, se hacen presentes en la enorme residencia
Hilyard. El ascensor se para entre dos pisos y ella no puede bajar, ni tampoco
subir y, ni mucho menos, puede permanecer de pie las horas muertas en el
interior de la caja esperando que venga alguien a rescatarla. La distancia
hasta el suelo es enorme y subir está fuera de su habilidad. La señora Hilyard
se halla atrapada en su propia comodidad. Es una ironía de la suerte. Más que
nada porque alrededor de la casa hay unos cuantos desaprensivos, unos de esos
fugitivos sin mañana, que pretenden entrar en la mansión Hilyard. Son unos
irresponsables que más que querer dinero, o joyas, desean destruir la opulencia
de los excesivamente ricos. Y si provocan terror, mejor aún. Al fin y al cabo,
ellos no han tenido ninguna oportunidad mientras que las personas de alta clase
social como la señora Hilyard no han tenido que mover un dedo para instalarse
su precioso ascensor en su preciosa casa. Si hay algo que se pueda arramblar,
estupendo. Pero si no lo hay, no importa. Basta con hacer unas cuantas
barbaridades y hacer que esa estúpida burguesa lo pase mal, se deja la casa
como si hubiese pasado un regimiento y listo. Ya habrá algún joyero despistado,
o algún bolso que cuelgue más de lo habitual para que no falte dinero para el
día. La señorona de la casa hoy nos invitará a comer.
En una época en la que
había saltado la moda de incluir a viejas estrellas en situaciones terroríficas
a raíz del éxito de ¿Qué fue de Baby
Jane?, de Robert Aldrich, el realizador televisivo Walter Grauman se pasó
al cine con esta historia protagonizada por Olivia de Havilland. Después ya
vinieron otras películas del mismo corte como Canción de cuna para un cadáver, también de Aldrich, o A merced del odio, de Seth Holt pero lo
cierto es que, en esta ocasión, Grauman puso en juego una historia de
claustrofobia e impotencia que parece que se le escapa en algún momento pero
que sujeta con firmeza a pesar de todo. Al lado de Olivia de Havilland aparece
un juvenil James Caan, como el líder de esa panda de descerebrados que solo
creen en no creer y que se solazan atormentando a todas las personas que se
ponen a tiro. Quizá, en algún momento, también nos falte la respiración, u
oigamos el quebrar de huesos frágiles en nuestro interior. El pánico, por muy
controlado que suela estar, es siempre un enemigo implacable.
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