Si queréis escuchar lo que dijimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de las "Campanadas a medianoche", de Welles, podéis hacerlo aquí.
El humo se eleva a través del aire negro, intentando atrapar las notas de un saxofón que no se puede describir. El dolor sostiene la partitura y los dedos dibujan la melodía que, a buen seguro, mañana será diferente. Charlie Parker se sumerge en su música como si, más allá de ella, no hubiera nada más que el abismo. Un enorme y oscuro precipicio con fondo blanco de drogas y alcohol. Nadie se arrojaría por ese precipicio salvo él. Tal vez porque allí abajo ya no hay dolor, solo una suave felicidad de un hombre que no existe. Ese hombre hace su música, vive como su música, hierve como su música y enriquece los corazones de los que la escuchan. Pero Charlie sabe que no es así. Para él, solo le queda el canto del pájaro que enmudecerá al amanecer, como un si bemol alargado de más, un acorde disonante que encaja o unas cuantas notas que, al parecer dispares, se convierten en un maravilloso cuento de jazz, pleno de elegancia y conquista, como si no tuviera ningún oído sobre el que posarse. Quizá esa fue la gran tragedia del mejor saxofonista que nunca pisó la Tierra. Se adelantó a su tiempo, hizo una música para la que nadie estaba preparado, renovó los cimientos del jazz y mientras tanto, él no estaba preparado para vivir.
El humo se eleva a través del aire negro, intentando atrapar las notas de un saxofón que no se puede describir. El dolor sostiene la partitura y los dedos dibujan la melodía que, a buen seguro, mañana será diferente. Charlie Parker se sumerge en su música como si, más allá de ella, no hubiera nada más que el abismo. Un enorme y oscuro precipicio con fondo blanco de drogas y alcohol. Nadie se arrojaría por ese precipicio salvo él. Tal vez porque allí abajo ya no hay dolor, solo una suave felicidad de un hombre que no existe. Ese hombre hace su música, vive como su música, hierve como su música y enriquece los corazones de los que la escuchan. Pero Charlie sabe que no es así. Para él, solo le queda el canto del pájaro que enmudecerá al amanecer, como un si bemol alargado de más, un acorde disonante que encaja o unas cuantas notas que, al parecer dispares, se convierten en un maravilloso cuento de jazz, pleno de elegancia y conquista, como si no tuviera ningún oído sobre el que posarse. Quizá esa fue la gran tragedia del mejor saxofonista que nunca pisó la Tierra. Se adelantó a su tiempo, hizo una música para la que nadie estaba preparado, renovó los cimientos del jazz y mientras tanto, él no estaba preparado para vivir.
Las lágrimas de los
amigos se diluyen en los zapatos de charol sobre los que caen porque Charlie
nunca llegará al final. Se quedará a mitad de camino, en una coda imposible
suspendida en ese aire negro y turbio de los clubs, tratando de encontrar un
sentido a todo lo que hace, buscando obsesivamente una nueva frontera que
traspasar. Ya es tarde, Charlie, tu dolor no cesa y ya nada puede atenuarlo. Ni
el amor, ni la música, ni la heroína, ni tres botellas de whisky. Sólo tú
delante de la desgracia, regalando felicidad, pero incapaz de disfrutarla. Tu
descanso ya es una aguja en el brazo, tu cielo ya es la seguridad de no encajar
con quien amas, tu horizonte es una última carcajada perdida en una noche de
tormenta. Now´s the time, Bird. Llegó
tu platillo al suelo para echarte del escenario. Nunca supiste controlar que
nadie te quiso por lo que te convertiste y no por lo que realmente eras. El
jazz perdió sus alas. Tú perdiste todo.
Bird
es
una maravillosa e impresionante película sobre el gran saxofonista Charlie
Parker dirigida por Clint Eastwood con una enorme sensibilidad en la sordidez y
un placentero disfrute para todos los amantes del jazz. A su lado, tiene la
impagable complicidad de Forest Whitaker en el papel principal, creíble de
principio a fin, introducido en las melodías del gran genio como si fuera él
mismo quien las interpreta. Y mientras tanto, los espectadores, lloramos porque
el dolor del protagonista, en cierta manera, es nuestro propio dolor. Es ése
que nunca se apaga, que nunca deja de gritar, que nunca deja de agarrar nuestro
estómago para recordarnos que está ahí, dispuesta a arrasar todo lo que nos
queda como seres humanos.
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