martes, 26 de septiembre de 2017

EL SILENCIO DEL MAR (1949), de Jean-Pierre Melville

Los soldados alemanes preparan la llegada de un oficial a una casa cualquiera cerca de la costa francesa. El hombre aparece con su temible uniforme pero, detrás de la gris autoridad, se halla un artista, lleno de sensibilidad, que comprende lo que deben sentir los franceses cuando se les invade la propiedad y el país. Sin embargo, allí, en la casa, un hombre mayor y su sobrina deciden hacer una leve resistencia basada en el silencio. No le hablarán para nada. No existirá. Podrá decirles lo que quiera, pero jamás hallará respuesta. En esos interminables monólogos a la lumbre de una chimenea, el oficial nazi descubrirá que es mejor quitarse el uniforme y parecer solo un miembro más de la casa. Hablará incansablemente de Alemania, de Francia, de lo que hacía en Munich, donde estudió música. Al principio, querrá que se le conteste, pero sabe que los franceses están en su derecho de hacer el vacío al invasor. Y él hablará y hablará sin descanso. De los inviernos y de los veranos alemanes. Del espejismo del amor. Del azul de los ojos de la sobrina a la que deseará pero nunca se atreverá a ir más allá. Francia es un país hermoso y tiene que respetarse así porque la destrucción no lleva a ninguna parte. Solo engendra odio y desprecio por parte de los ocupados y se puede tener un país pero la moral no se podrá sostener. El silencio le persigue e, incluso, le será negado el saludo por la calle. Están en su derecho. El silencio es un derecho. Estar en el silencio.

De algún combate anterior, el hombre arrastra levemente una pierna y, cuando se agacha a calentarse en el fuego de la chimenea, tiene que estirarla porque el calor es un esfuerzo que se le niega. No quiere hacer daño. No ordena matanzas. Solo se ocupa de la autoridad en el pueblo hasta que tiene la certeza de que todos, incluso sus viejos amigos camaradas, están decididos a exterminar el espíritu francés, a ahogar todo intento de rebelión, a asesinar el silencio a través del ruido de los disparos sin compasión. El silencio es insoportable porque sabe que ellos, como invasores, comienzan a convertirse en asesinos. Asesinos morales, asesinos físicos, asesinos de la libertad, asesinos del silencio. Solo arrancará una última palabra a la sobrina. Un último testimonio de aprecio por su amabilidad, su corrección y su talante pacífico. Esa palabra será “adiós”. Flaca es la recompensa después de tantas noches de desnudar el alma para rogar una simple conversación. El silencio del mar se hace lejano y va desapareciendo mientras el hombre, el oficial, ha pedido el traslado porque se avergüenza de lo que es. Ni siquiera él tiene derecho al silencio. Solo a la huida. A no mirar atrás. A llevar sus heridas a cuestas sin ninguna comprensión ajena. Ahora comenzará la verdadera emboscada porque su propio país también quiere acabar con su espíritu. Maldita guerra. Adiós.

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