Ser el mejor en el arte
de la falsificación en unos tiempos en que la legalidad es tan escurridiza como
el concepto de raza, no deja de ser bastante peligroso. Los nazis lo sabían muy
bien y ya se sabe. Primero vinieron a por los negros, y como yo no era
negro…hasta que llega un momento en que le toca al delincuente más
experimentado en materia de falsificaciones porque era judío y, por supuesto,
vivía muy bien. Sin embargo, la maquinaria nazi no dejaba nunca de estar en
movimiento. Se necesitaban divisas extranjeras y la banca miraba de reojo a
esos extremistas que estaban adueñándose de media Europa con un imperio de
terror y barbaridad. A alguien se le enciende una luz. Quizá se puede
falsificar esa divisa y, así, de paso, se hunde la economía de los países que
poseen esas divisas. Así que se coge al judío que, por aquellas casualidades de
la vida, era el mejor falsificador del mundo y que se ponga a fabricar libras y
dólares. El Tercer Reich será rico y los demás países un poco más pobres. Al
fulano y a todo su equipo de colaboradores se les dará una cama limpia y algo
de comida extra en el campo de concentración de Sachsenhausen. Pero nada más.
La presión sigue. El asesinato indiscriminado continúa. De repente, hacer lo
que se ha hecho toda la vida constituye la delgada línea que separa la vida de
la muerte.
Hay que pensar en todo.
La tinta, el papel, la fotoimpresión, el tacto, la gelatina…y también el
sabotaje. Porque, quizá, en todo hombre, aunque acepte su destino rastrero, hay
una pequeña llama de libertad luchando por hacerse visible. Y no hay nada mejor
que sabotear los planes de los asesinos haciendo que la plancha no salga, que
el detalle sea determinante, que la falsificación no sea perfecta. Todo tiene
sus riesgos y, en este caso, la vida de los compañeros será aún más delicada,
pero hay ocasiones en las que hay que tomar partido, aunque eso ponga en
peligro la propia supervivencia.
Lo cierto es que, a
pesar del tremendo esfuerzo por hacer un trabajo limpio, pulcro y satisfactorio,
todavía habrá quien se empeñe en humillar al ser inferior. Y la rabia también
estará presente. La furia tiene que ahogarse. La defensa llama al corazón y ya
solo se trata de seguir vivo al día siguiente. Una mesa de ping-pong como
premio y parece que es un triunfo. Las justificaciones se multiplican incluso
en aquellos que no quieren ver la realidad. En el fondo, hasta se puede llegar
a creer que hay un trato humanitario en los campos de concentración. Ciegos,
sordos, mudos, inútiles….hasta en la victoria hay que demostrar que el
sufrimiento no es solo patrimonio de los que se morían de hambre. Cada uno
lucha por sobrevivir como puede. Y si hay que falsificar moneda…es un precio
muy pequeño.
Stefan Ruzowitzky
dirigió esta película austríaca con pulso y ligereza, para avanzar en una
historia apasionante de estafa y esperanza. Creyó que era posible que alguien,
dentro de aquellos años para olvidar, quisiera servir al Tercer Reich y, al
mismo tiempo, colaborar en su caída. Tarea nada fácil. Quizá solo reservada a
los artistas.
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