Roland
Emmerich ha conseguido una buena película. Y su primera virtud ha sido la
capacidad de síntesis al narrar, en apenas dos horas, el ataque a Pearl Harbor,
la osada respuesta del bombardeo sobre Tokyo y la génesis y el desarrollo de la
batalla de Midway. Tres luchas fundamentales para entender la guerra del
Pacífico. Por supuesto, hay espectáculo en muchas de sus escenas, hay cierto
rigor, si exceptuamos el olvido que supone la sustitución del Almirante Halsey
por Spruance y que despistó completamente a los japoneses, hay verdad en casi
todo lo que cuenta y, también, alguna que otra concesión a la ficción.
“Me
temo que lo único que hemos conseguido ha sido despertar a un gigante que
estaba dormido”, sentenció el Almirante Yamamoto cuando
se enteró de la victoria de la infamia después del ataque a traición a Pearl
Harbor. Y la película ronda la idea de que eso fue debido a una larga lista de
profesionales que hicieron su trabajo lo mejor que supieron, con riesgo y
valor, tratando de elevar la maltrecha moral de una nación atacada por la
espalda y sin previo aviso. Desde luego, hay un cierto aire épico, pero sin
cargar demasiado las tintas. Emmerich prefiere centrarse en los hechos,
motivados por una revancha llena de rabia y que acabó por ser la tabla de
salvación del avance fascista en los mares del sur. Muchos se jugaron la vida y
también muchos la perdieron. La pérdida material fue incalculable y se
cometieron errores que también se describen. El mar, al fin y al cabo, nunca deja
de recordar a quienes fueron sus hijos, fueran de uno u otro bando.
Con un aliento clásico casi
impecable, Emmerich toma elementos de Tora,
tora, tora, de Richard Fleischer; de la maravillosa Treinta segundos sobre Tokyo, de Mervyn Le Roy; de aquel experimento
en el famoso sonido sensorround que
dio lugar a tres películas siendo una de ellas La batalla de Midway, de Jack Smight, sin olvidar el magnífico
documental Midway, que le hizo ganar
una herida, una medalla y un Oscar a John Ford y nos devuelve a la narración
casi a vista de avión, personalizando la historia con personajes que realmente
participaron en la batalla. El resultado es notable, con algún que otro lastre
como la interpretación de Ed Skrein en la piel del valeroso piloto que hundió
dos portaaviones, o esporádicas concesiones a la espectacularidad un tanto
gratuita, pero que entretiene, enseña y se convierte en un regreso al cine
sobrio y preciso que tanto se echa de menos.
Y es que casi hay que
sentir el olor de la gasolina quemada, del humo azabache del hundimiento
inevitable, de las balas silbando con su mensaje de muerte y destrucción para
estar en medio de una batalla sin cuartel. Hubo un puñado de hombres con nombre
y apellidos que hicieron labores vitales para que cambiara el rumbo de la
monstruosidad de la guerra y hay que alejarse del falso orgullo del combate
para adentrarse en los peligrosos rincones de la justicia. El enemigo no suele
ser un cobarde y las torretas se tambalean ante el empuje de quien quiere ganar
por encima de todo. Los mapas se convierten en tableros de ajedrez con el agua
como escaque y las bombas se llevan todas las ideas y todos los sentimientos.
Japón cometió el error de despertar a un gigante dormido y tuvo que pagar las
consecuencias, a veces, a un precio demasiado alto, pero lo más importante es
que hubo algunos que no dejaron de rodar esa historia a pesar de que las balas
ya habían llegado a su destino. La ambición desmedida suele tener un precio muy
alto y más aún cuando las armas no dejan de hablar.
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