viernes, 13 de diciembre de 2019

LA GRAN MENTIRA (2019), de Bill Condon



Nunca es demasiado tarde para el amor. Tal vez, la soledad sea una compañera demasiado silenciosa y es más fácil que nunca concertar una cita a ciegas con alguien de tus gustos, de tu generación, de tus ideas y de tus manías. No es sencillo dar con un alma que pueda encajar en el rompecabezas de la tuya, pero ya el mero hecho de intentarlo es una buena arremetida contra el aburrimiento. Ya es algo diferente. Algo que no se parece al resto de los días. Sonría. Sonría. Buenas noches. Me llamo tal. Yo soy cual. Y el recuerdo también está emplazado en ese instante.
Así que comienza la típica tranquilidad del romance casto y otoñal. Un paseo por allí. Un poco de cine por allá. La perplejidad de que hoy en día las historias no se ajustan demasiado a la verdad cuando, en realidad, nunca ha sido así…Unas sonrisas desde el corazón y mucho, mucho cuidado con no dejar que el otro pueda asomarse al lado más oscuro que todos llevamos en nuestro interior. Puede que se vea lo que ni siquiera se pensó como posible. La vida da muchas vueltas. Ya no somos lo que éramos. La tranquilidad ya no es un medio, sino una meta y el engaño, si lo hay, debe de ser sutil y construido con paciencia. La presa no debe sospechar nada. Y si hay una ruta de huida, miel sobre hojuelas, aunque el azúcar esté prohibido.
De pronto, las informaciones comienzan a llegar y el pasado parece interminable. Por eso el recuerdo juega un importante papel en esas relaciones que ya vienen de vuelta. Los atractivos revolotean como negándose a descansar y la compañía llega a ser agradable, amable y deseable. Al fin y al cabo, a ciertas edades aún hay que guardar una cierta compostura y la generosidad debe ser una de las características de la tercera edad. Hay que permanecer atentos. La investigación prosigue. La muerte estuvo presente. Los escrúpulos hace mucho que huyeron y la venganza siempre es un plato que se come helado.
No cabe duda de que el principal atractivo para ver esta historia de dobles y triples caras reside en su pareja protagonista. Ian McKellen dota a su personaje de la afabilidad de los años aunque, desde el principio, sabemos que no es de fiar. Helen Mirren es pura belleza, en comportamientos y en persona, siendo el complemento perfecto para que lleguemos a pensar que es la víctima perfecta. De la ingenuidad. De la bondad. De la última oportunidad de una edad que vivió lo suyo y tuvo que perder demasiado. El resultado de la historia es atractivo, tenso por momentos, algo previsible, pero certero, con personajes paralelos que juegan su papel decisivo, con un guión de buen cine para dos intérpretes de verdad.
Procuren ajustar bien sus mentiras. En el momento menos pensado pueden salir a la luz y los ceros se caen como los castillos en el aire. Las inversiones de guante blanco nunca suelen ser buenos negocios y nadie es fiable en un mundo en el que han proliferado los pillos como setas. El saldo arrojará una cifra muy cercana en un recuerdo lejano, como algo que nunca debió pasar y que, de repente, saldrá al encuentro para cobrar todas las deudas. Las comisiones se dejarán para esas cicatrices que, sin duda, serán muy visibles aunque también sean interiores. Y cuando las cuentas cuadren hasta el último céntimo, entonces se respirará hondo, se mirará hacia adelante y se cerrará ese capítulo que se dejó abierto para que escapara mucha infelicidad y aún más sangre. 

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