miércoles, 4 de diciembre de 2019

NINOTCHKA (1939), de Ernst Lubitsch



“Y McGillicuddy le dijo a MacKintosh…aún no tiene gracia…pero espere y verá…”
Es un axioma de la vida la misma certeza de que todo el mundo es comunista hasta que le toca la lotería. Y los tres enviados rusos, Bulganoff, Irianoff y Kopalski lo saben muy bien porque están en la ciudad del lujo y de la diversión como es París. Se hallan lejos de la adustez propia del régimen soviético que hace que una casa sea compartida por varias familias o que haya que pedir permiso para estudiar una determinada carrera en la universidad. En París hasta el amor es libre, lo cual es inadmisible…e irremisiblemente encantador. Ninotchka lo comienza a padecer en sus propias carnes. Al fin y al cabo, un sombrero no es nada más que un sombrero y las noches son tan oscuras, aunque algo menos cortas, que en Moscú. Sólo que todo se ve diferente a través de una copa de champagne, acompañada por un capitalista despreciable que todo lo basa en el requiebro estúpido y en una cena de intención romántica. Ah, el romanticismo, esa droga en la que tan fácil es caer cuando los oídos se llenan de palabras que comienzan a sonar como poesía improvisada, como música al compás de tres por cuatro, como vida saliendo a borbotones del corazón. Frivolidades de las que es bonito pensar que pueden llegar a ser verdad.
Sin embargo, hay que cumplir con la obligación. Los capitalistas se fijan en detalles que no tienen ninguna importancia. Para ellos, es oro todo lo que reluce y, no obstante, para los comunistas el proletariado es una forma de vida que, impuesta por el Estado, es lo más cercano al paraíso…bueno, no, el paraíso no es, pero es lo que más se parece. Y, sin embargo, París sí lo parece, sí lo es. No, no, no. La misión es clara. Hay que meter en vereda a Bulganoff, Irianoff y Kopalski y fingir indiferencia ante los avances infantiles de ese aristócrata embebido de sí mismo que sólo busca dar placer al cuerpo sin pensar en los demás. Claro, eso se mantiene hasta que Ninotchka se da cuenta de que sí, que incluso él empieza a pensar en los demás, en ella. Y nadie había pensado en ella individualmente y esa es una sensación maravillosa, única, genial y algo comprometida, todo hay que decirlo. Ya se sabe, detrás de las puertas no se puede ver y, tal vez, sea una temeridad encerrarse con ese tipo, pero el ser humano está dotado de tacto y de percepción y de lenguaje y de…
Greta Garbo demostró con esta película que era una actriz tan solvente en la comedia como la misma Carole Lombard. Y se acompañó de Melvyn Douglas, tan elegante como el mejor, tan gracioso como punzante, tan torpe como encantador. Billy Wilder escribió un guión que era puro ácido y sana verdad a través de una metáfora ridícula y Lubitsch puso el resto, tan alto que no se podía alcanzar. Quizá, de ese modo, vinieron a decirnos que todos tenemos suerte de poder sentir, amar, vivir, gritar, bailar, brindar, mirar, disfrutar, cantar y reír. Y que no hace falta demasiado para todo eso. Sólo la voluntad de saber ver que todo eso existe y que, no por ello, es capricho de cualquier tendencia política. El amor, como bien decía Lenin, es lo único que puede destruir un objetivo. Y en París se aplican a conciencia. Incluso podría decirse que es la ciudad más saboteadora del mundo. Tan sólo hace falta dejarse embriagar para descubrir que la mirada de quien más te importa, te hace la persona más rica de la Tierra.

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