“Y
McGillicuddy le dijo a MacKintosh…aún no tiene gracia…pero espere y verá…”
Es un axioma de la vida
la misma certeza de que todo el mundo es comunista hasta que le toca la
lotería. Y los tres enviados rusos, Bulganoff, Irianoff y Kopalski lo saben muy
bien porque están en la ciudad del lujo y de la diversión como es París. Se
hallan lejos de la adustez propia del régimen soviético que hace que una casa
sea compartida por varias familias o que haya que pedir permiso para estudiar
una determinada carrera en la universidad. En París hasta el amor es libre, lo
cual es inadmisible…e irremisiblemente encantador. Ninotchka lo comienza a
padecer en sus propias carnes. Al fin y al cabo, un sombrero no es nada más que
un sombrero y las noches son tan oscuras, aunque algo menos cortas, que en
Moscú. Sólo que todo se ve diferente a través de una copa de champagne,
acompañada por un capitalista despreciable que todo lo basa en el requiebro
estúpido y en una cena de intención romántica. Ah, el romanticismo, esa droga
en la que tan fácil es caer cuando los oídos se llenan de palabras que
comienzan a sonar como poesía improvisada, como música al compás de tres por
cuatro, como vida saliendo a borbotones del corazón. Frivolidades de las que es
bonito pensar que pueden llegar a ser verdad.
Sin embargo, hay que
cumplir con la obligación. Los capitalistas se fijan en detalles que no tienen
ninguna importancia. Para ellos, es oro todo lo que reluce y, no obstante, para
los comunistas el proletariado es una forma de vida que, impuesta por el
Estado, es lo más cercano al paraíso…bueno, no, el paraíso no es, pero es lo
que más se parece. Y, sin embargo, París sí lo parece, sí lo es. No, no, no. La
misión es clara. Hay que meter en vereda a Bulganoff, Irianoff y Kopalski y
fingir indiferencia ante los avances infantiles de ese aristócrata embebido de
sí mismo que sólo busca dar placer al cuerpo sin pensar en los demás. Claro,
eso se mantiene hasta que Ninotchka se da cuenta de que sí, que incluso él
empieza a pensar en los demás, en ella. Y nadie había pensado en ella
individualmente y esa es una sensación maravillosa, única, genial y algo
comprometida, todo hay que decirlo. Ya se sabe, detrás de las puertas no se
puede ver y, tal vez, sea una temeridad encerrarse con ese tipo, pero el ser
humano está dotado de tacto y de percepción y de lenguaje y de…
Greta Garbo demostró
con esta película que era una actriz tan solvente en la comedia como la misma
Carole Lombard. Y se acompañó de Melvyn Douglas, tan elegante como el mejor,
tan gracioso como punzante, tan torpe como encantador. Billy Wilder escribió un
guión que era puro ácido y sana verdad a través de una metáfora ridícula y
Lubitsch puso el resto, tan alto que no se podía alcanzar. Quizá, de ese modo,
vinieron a decirnos que todos tenemos suerte de poder sentir, amar, vivir,
gritar, bailar, brindar, mirar, disfrutar, cantar y reír. Y que no hace falta
demasiado para todo eso. Sólo la voluntad de saber ver que todo eso existe y
que, no por ello, es capricho de cualquier tendencia política. El amor, como
bien decía Lenin, es lo único que puede destruir un objetivo. Y en París se
aplican a conciencia. Incluso podría decirse que es la ciudad más saboteadora
del mundo. Tan sólo hace falta dejarse embriagar para descubrir que la mirada
de quien más te importa, te hace la persona más rica de la Tierra.
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