La
Historia nos ha enseñado a ver que la felicidad no dura demasiado. Quizá haya
un paraíso en la Tierra, inundado de aire puro, de abundantes cosechas y
lejanía frente a las peligrosas veleidades del mundanal ruido. Sin embargo,
cuando los acontecimientos se precipitan y se ciernen sobre los que no tienen
nada que ver, siempre les afecta. Normalmente, para arrebatarles el equilibrio
y la paz e imponerles una serie de obligaciones a las que no se puede
renunciar.
Un juramento de
fidelidad no es más que eso. Palabras que pueden ser pronunciadas con el
convencimiento interno de que lo se dice es un formulismo que no afecta en nada
a la moral individual. Aunque sean palabras de un asco insoportable, portadoras
de la guerra y de la injusticia, abyecciones que convierten el patriotismo en
una policía política. Un hombre dice no. Y entonces se pone en marcha toda la
maquinaria de una supuesta justicia que no dudará en aplastar al más débil. No
porque deba, sino porque puede. El gesto no servirá de nada. No tendrá ninguna
repercusión. No provocará una reacción en cadena y, ni mucho menos, una
rebelión. Probablemente porque el ser humano es acomodaticio por naturaleza y
procurará que el Estado, sea el que sea, le deje en paz cuanto más, mejor. Sin
embargo, es posible que el gesto de uno sólo, esa rebelión ética de un
minúsculo opositor sirva para que, de alguna manera, todos los demás nos
planteemos si hacemos lo correcto siguiendo lo que los demás hacen. La masa es
voluble, puede manipularse, se
manifiesta en pulsiones absurdas para, luego, volver a su estado original.
Cuando las tormentas hayan pasado, parecerá que todo ha sido una tontería
transitoria, un sueño imposible de acusación y una realidad basada en valores
que, en un momento dado, parecían los verdaderos.
Cuando la desesperación
ya rodea todos los rincones de la razón, entonces ya sólo queda acudir a Dios.
Y si no lo hay, a cualquier divinidad que ha creado el destino para que se
cumpla con un objetivo. Nada pasa casualmente. Todo sirve para algo. Dios sigue
en su silencio y, no obstante, sigue ahí. Y en los instantes en los que todo va
a ser arrancado y demolido, es reconfortante pensar que hay algo ahí fuera. Sin
pesadas evangelizaciones, sin sermones con afanes de convicción. Sólo hablando
en línea directa con quien, se supone, permite el libre albedrío hasta tal
punto que es incapaz de parar lo que es pura crueldad.
Terrence Malick ha
dirigido esta película con la belleza en la cámara y el tedio en el ritmo.
Continúa insistiendo una y otra vez en determinados aspectos de lo que nos
muestra y llega un momento en que el metraje se hace largo y pesado. Siendo una
historia interesante la que nos propone, podría haberla contado en muchísimo
menos tiempos y con un punto más de agilidad. En cambio, Malick se entretiene
con largos monólogos para expresar el ánimo arrasado de los personajes, el
subrayado de los momentos de felicidad, la sensación de que todo sería
paradisíaco si no fuera por la misma presencia de los hombres. E, incluso, se
espera un milagro, un por qué, una mínima ventana de esperanza que no es más
que una ilusión en esta desaprovechada oportunidad.
Y es que el paraíso no
dura para siempre. Los vecinos murmuran. Las autoridades se mueven. Los
prejuicios abundan. Y el espectador bosteza.
2 comentarios:
A pesar de ser lenta, pesada, muy reiterativa, con planos e ideas que se repiten todo el rato, no le niego a la película cierto magnetismo. Eso sí, pedantería a raudales, con planos efectistas y que a base de repetirse casi en bucle terminan por no aportar nada. Si en lugar de 174 minutos dura 94 no te digo yo que una obra maestra, pero algo sí más lustroso podía haber salido.
En cualquier caso me ha gustado un poco más,pero solo un poco que los últimos ladrillazos de Malick. Además ver por última vez en pantalla a Bruno Ganz, lo merece.
Abrazos insumisos
Es lenta, pesada, reiterativa, coñazo y aburrida. Me parece muchísimo más interesante "El árbol de la vida" que ésta que hasta en algún momento me parece insultantemente religiosa. Es uno de los peligros habituales de Malick y aquí lo demuestra con claridad. Sí, merece ver por última vez en pantalla a Bruno Ganz (un personaje bastante incomprensible, por cierto, parece que entiende al protagonista y luego hace lo que hace) pero ya llega un momento en que estás deseando que acabe, con sinceridad.
Abrazos juramentados.
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