Julien arrastra un
trauma por la muerte de su esposa, acaecida diez años atrás. Ha levantado un
santuario para ella en la habitación verde de su propia casa. Todos los objetos
y recuerdos que ha guardado se amontonan en esa inquietante habitación que
Julien considera que es una parte de lo más íntimo de él mismo. Sigue sintiendo
dolor, pero se recrea en él. Es incapaz de pasar página, de seguir con la vida.
Se ha dedicado en cuerpo y alma a adorar y recordar a aquella que amó con alma
y cuerpo. Algunas veces, parece que ella vuelve para hablar con él. Es como si
la soledad hubiera hecho tanta mella en Julien que se vuelve corpórea, única,
irreductible. Lo peor de todo es que, dentro de esa soledad abrumadora, Julien
se da cuenta de que hay otras personas que también rinden un culto particular a
la muerte de sus seres queridos. El fuego, tal vez del infierno, arrasa la
habitación. Y entonces Julien pide permiso para que, dentro de un auténtico
santuario, su mujer siga habitando en su ánimo. Puede que sea la edificación de
una puerta que les ponga en contacto.
Mientras tanto, una
mujer conoce a Julien y se va enamorando de él. Entiende su fascinación por la
muerte, pero va sucumbiendo a su forma de andar, a su misterioso rostro que no
es más que la máscara en la que esconde un dolor insufrible, a su vestimenta,
tan negra como la propia muerte…Ella cree que, juntos, pueden alejarse de la
sensación de la guadaña cercana. El santuario va extendiendo su temática. Ya no
sólo es la mujer de Julien, sino también todos aquellos que se han ido y que
formaron parte de su círculo de amistades. Ese mismo que se rompió porque la
Primera Guerra Mundial estuvo condicionando sus vidas y precipitando sus
muertes. La habitación verde resulta más grande, más inquietante, más
impenetrable.
Esta es una de las películas más oscuras que dirigió nunca François Truffaut y, nuevamente, consigue una reflexión particular sobre la muerte que llega a hacer mella en todos aquellos que hemos perdido a alguien de nuestro entorno más cercano. Y, por si fuera poco, esta deprimida obsesión por la muerte sirve como excusa para narrar una historia de amor que ya fue y otra que está siendo. Todo es extremadamente sombrío y parece que el antónimo de la muerte, el amor, no tendrá mucha cabida. Sin embargo, dentro de esa obsesión casi autodestructiva, existe algo parecido a la esperanza. No mucha, apenas imperceptible, casi despreciable. Pero ahí está. Es un intento de transmitir el dum vivimus vivamus, vivamos mientras vivimos, porque ése es el pilar básico sobre el que se edifica algo tan sinuoso y zigzagueante como la felicidad. Puede que Truffaut también avise para cuando lleguemos a esa edad en la cual nos damos cuenta de que hemos conocido más gente muerta que la que permanece viva. ¿Quién sabe lo que pasaba por la cabeza del francés? Era un director que no tenía miedo a hacer nada, como esta reflexión profunda, severa y tremenda sobre la muerte y sobre las obsesiones insanas. La muerte, tal vez, no deba ser nunca un objeto de idealización.
2 comentarios:
Hace unos días escuché una entrevista de María Guerra con Pilar Palomero a propósito de su última película "Los destellos" (una de las grandes olvidadas de los Goya por cierto). En ella se hablaba de una frase que decía en una determinada escena un médico de paliativos (que no era actor sino médico de verdad) que decía algo así como "la perspectiva de la muerte hace la vida más interesante". Puede que sea la clave de una película como la de Palomero, y también de la de Truffaut. Una película extraña dentro de la filmografía de alguien que amaba tanto la vida como el tito Fran.
Abrazos en vela
Sin duda, es una rara avis dentro de la filmografía de Truffaut. Y ese médico de "Los destellos" tiene razón, pero está lejos de ese matiz que, quizá, François sí le da a su película como que la muerte es lo ideal (luego ya deshecha esa idea al final, diciéndonos que la muerte, efectivamente, hace que la vida sea más interesante, pero que en ningún caso es el ideal estupendo en el que su personaje llega a sumergirse).
En todo caso, Truffaut sabía de lo que hablaba.
Abrazos bajo el sombrero.
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