A
veces, creemos que la ausencia de alguien querido no es más que el vacío. Y
puede que no sea así. La intuición del ser humano llega muy lejos y esa persona
que, en determinado momento, decidió coger otro camino es capaz de imaginar la
soledad que ha dejado tras de sí. Más aún si esa persona es un padre artista,
capaz de dibujar el alma con su cámara, permitiéndose llegar a través de
historias inventadas hasta el mismo corazón de las inseguridades de aquello que
más ha querido.
La familia se ha roto.
Y la vida ha seguido sin pausa. La madre, que ha estado tirando del tren,
fallece .Y ese padre vuelve a aparecer con un reflejo de la vida bajo el brazo.
Un guion en el que esboza todas las frustraciones que intuye que han seguido
como chacales a una de sus hijas, actriz de profesión. Quiere volver a dirigir
y no quedarse sencillamente en uno de esos directores del que sólo se ven
retrospectivas en las que todo el mundo le alaba por hacer un cine que sugiere
más que muestra. Desea que su hija interprete a la protagonista porque es ella
misma, aunque la historia sea totalmente inventada. Ha escrito un reflejo algo
deformado de sus sentimientos, de un valor incalculable y no es fácil
enfrentarse a ello porque la realidad, por muy imaginada que sea, siempre duele.
Es cierto que el
director Joachim Trier se ha acercado peligrosamente a Ingmar Bergman con esta
película. Es evidente ese homenaje a Persona
para quien la haya visto. Y muchas de las constantes del maestro sueco también
se trazan en una película que habla de valores tan sentimentales como la
familia, o el silencio de Dios, o la ansiedad por no saber afrontar las
encrucijadas que han quedado surcadas en el alma. Para ello, cuenta con un
Stellan Skarsgard inmenso, y con una Renate Reinsve que, después de aquella La peor persona del mundo, también a las
órdenes de Trier, vuelve a demostrar que es una actriz enorme, espejo de
inseguridades no habladas, de soledades inaguantables, de ansiedades propias de
quien tiene que enfrentarse todos los días con sus interiores encima del
escenario. Ambos otorgan un valor sentimental extraordinario a esta película
que acaba por ser, por ende, un testimonio de amor al cine.
Y es que ese director
que interpreta Skarsgard juega con las personas, haciendo que tomen desvíos
mientras disfraza su cariño con la apostura propia del intelectual del que se
espera la próxima agudeza, o su siguiente demostración de sentido del humor, o
su emoción por venir. Sabe que, quizá, sea la última oportunidad para contar
algo que realmente merezca la pena y pone en juego toda su intuición para que
la actriz y su hermana pequeña comprendan que la vida es un rompecabezas de
difícil solución y que sólo cuando el espejo nos devuelve una imagen verdadera
con algo inventado, podremos encajar unas pocas piezas.
El resultado es una
película importante, profunda, hipnótica en algunos momentos porque el
espectador se sumerge en un mapa de reacciones sin palabras que Trier trunca
con brusquedad en algunas de sus escenas mientras, en otras, hace gala de las
elegantes transiciones de Bergman en medio de una casa que se convierte en el
cuarto personaje, tras el director y sus dos hijas, porque ha sido testigo de
todas las desgracias, de todas las separaciones, de todos los gritos y de todas
las lágrimas. Mientras tanto, nos vamos despojando de todas las fachadas
porque, al final, siempre quedarán los muros más sólidos que cualquiera de
nosotros podemos construir con un cemento llamado amor.
Leamos nuestro guion, hagamos que nuestra historia sea la fascinación propia de un camino de acciones y reacciones que nos lleve a la verdad inevitable. En ese estado de ánimo llamado soledad, escribimos muchas de nuestras historias y de nuestros sentimientos y, de vez en cuando, cuando ya no tenemos más salidas, rezamos cuando, en realidad, no es más que un grito que abre la última salida que nos queda. Veamos esta película y descubramos lo que es un pedazo de buen cine.

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