Stanley ha nacido para
trabajar en un hotel. Se pasa el día silbando, aceptando sin rechistar las
órdenes aunque, la verdad, es un poco desastrado. Va impecablemente vestido
pero comete errores, se hace líos, se da cuenta de que es inoportuno y no sabe
desaparecer cuando es conveniente. Es una de esas personas que derrochan buena
voluntad pero no tiene habilidad. Eso sí, si le mandan poner mil sillas
plegables en el auditorio, él lo hace pacientemente y en un periquete. Si le
dejan a solas con los atriles vacíos de una orquesta, la dirige
maravillosamente. Si le encargan pasear a todos los perros del gigantesco
hotel, él hace lo que sea para que le arrastren…digo para que le sigan.
Mientras tanto se va cruzando con personajes variopintos. Por ejemplo, un tipo
que come la más sabrosa de las manzanas…solo que la manzana no existe. O
aquella otra gorda sin redención que después de someterse a un estricto régimen
de adelgazamiento se come una caja de bombones entera y vuelve a su condición
obesa. O al mismísimo Milton Berle sirviendo de botones en el hotel. Diablos,
si hasta se encuentra con un tipo que se parece sospechosamente al propio
Stanley y que responde al nombre de Jerry Lewis. Servir en el Hotel
Fontainebleu es una tarea de titanes. Y Stanley, aunque nadie lo sepa, lo es.
Charles Chaplin elogió
sin ambages esta película y la calificó como la más digna heredera de su arte.
Estructurada en sketches sin más
unidad argumental que la del personaje central y homenajeada posteriormente por
Tim Roth en Four rooms, Jerry Lewis
consigue una película tronchante, con algunos momentos memorables, jugando con
perplejidades e incoherencias en el mundo de la risa, con cierta elegancia que
luego perdió en algunas de sus películas posteriores. Lo cierto es que nos
transportó al mismo hall del mítico
Fontainebleu de Miami para retratar a todo un ejército de botones, dirigidos
militarmente entre los que destaca un chico que es más inteligente de lo que
parece pero que le encanta meterse en líos. Una base argumental muy simple para
articular un homenaje a Stan Laurel que estuvo a punto de hacer la película y
que fue sustituido en el último momento por Bill Richmond.
Y es que servir a los
demás con sus caprichos, sus sentimientos de superioridad por el mero hecho de
ostentar la condición de clientes, sus complejos exteriorizados y sus
frustraciones interiorizadas y sus insoportables personalidades no deja de ser
un ejercicio de tranquilidad y de profesionalidad. Stanley corre de un lado a
otro para atender a todos e incluso no sabe qué hacer cuando tiene un rato
libre. Quizá incluso se invente una diversión pasajera y se dé cuenta de que
comer no es tan fácil en un hotel que se llena de gente en un segundo y medio.
Pero estoy seguro de que la mayoría de ustedes estarían encantados de tener
cerca a un botones como Stanley si fueran a un hotel de espacios amplios y
piscinas interminables. Se sentirán como en casa.
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