Es difícil quitarse el
uniforme por última vez y recoger todas las pertenencias para despedirse de una
vida en la Marina. Han sido demasiados aviones estrellados en las cubiertas de
los portaaviones, demasiados amigos perdidos por una mala maniobra o porque el
material no era precisamente el más moderno. Muchas batallas perdidas en los
despachos, muchas discusiones, algún que otro destierro a los mandos de una
mesa, traslados, peticiones, decepciones, ascensos…La Marina ha sido exigente y
también un estilo de vida. Y las bombas han caído cerca, muy cerca.
Sin embargo, allí en la
orilla, alguien espera por fin tener un marido. Ella fue paciente, fue
inteligente, fue el apoyo necesario en las dudas y la decisión final en las
soluciones. Siempre ha querido mantener su orgullo intacto. Un orgullo que
brillaba a cada nuevo galón en la bocamanga, a cada nueva condecoración en la
pechera. Nació para ser esposa de un marino y a fe que lo ha sido. Siempre
quedándose en el puerto pensando que aquel podía ser el último beso, la última
caricia, el último te quiero. Ahora la Marina ya ha dejado de acaparar a su
marido y ella podrá dedicarse a él.
Todo empezó con
aquellos aviones casi destartalados que tenían que despegar y aterrizar de un
barco carbonero reconvertido en portaviones. Una pista de veinte metros para
jugarse la vida sobre una pista deslizante. Más tarde vinieron las broncas y
las meteduras de pata. Hawai, la Academia Militar Naval de Annapolis como
instructor, el destino en el mítico Yorktown
y la guerra contra los japoneses. Siempre sufriendo por los jefes de
escuadrilla que tenían que conducir aviones hasta el límite de su capacidad
para localizar al escurridizo enemigo. Volar se acabó. Había que coordinar toda
la aviación desde el agua y nunca se rechistó una orden. La angustia estaba ahí
pero había que controlarla. Más tarde, por fin, el mando en el Clipper y la demostración preclara de
que la aviación de la Marina era fundamental para conseguir objetivos militares
en el Pacífico. La razón con los años. Los malos ratos pasados. Amigos heridos,
que volvían con heridas espantosas y, con ellas, demostraban cuánto valían. La
coordinación ante todo. El puente de mando asegurado. Es hora de cerrar la
maleta y coger la lancha. Es hora de volverse por última vez y echar una mirada
de despedida. Es hora de abrazar al amor de tu vida y colgar los galones en
algún lugar de la memoria.
La vida de un piloto de
la Marina retratada con ritmo y clase por Delmer Daves y con un Gary Cooper
tremendamente expresivo, presagiando al sheriff Kane de Solo ante el peligro en una película totalmente olvidada y que
merecería una segunda oportunidad. Sin grandes estridencias, narrando con calma
la evolución de un oficial y un caballero que siempre cumplió con las órdenes y
entregó su vida a la Marina sin dejar de luchar por lo que creía, se convierte
en una película de aventuras apasionantes, que dejan la mirada inundada de sal
y el ánimo empapado en agua. Solo es necesario fijarse que la tensión no decae
en ningún momento, que el buen humor también está presente, que la inclusión de
algunas escenas de combate real está hecha con un buen gusto y un sentido
admirables. El resto es el blanco y negro para la época de hélices arrancadas a
mano y el color para la guerra moderna y con menos alma. Suficiente como para
asumir toda la responsabilidad desde el puente de mando.
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