Si queréis escuchar lo que comentamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "El exorcista", de William Friedkin, podéis hacerlo aquí. Y si no habéis tenido bastante, también comentamos sobre "Doce del patíbulo", de Robert Aldrich la semana pasada. Pinchad aquí y recibiréis una ráfaga de ametralladora.
Tal vez lo único que
pide Harry Ross es una última oportunidad para sentir que está vivo. Hace
algunos años cometió un error y a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Ahora
está de hombre para todo, trabajando con unos amigos y enamorado en el vagón de
atrás de la señora de la casa. Cree que un arrebato más es posible, que aún
queda algo del hombre que fue. Y trata de demostrárselo a sí mismo cada día. No
pierde la calma, demasiados años en el oficio de detective, husmeando detrás de
las puertas ajenas. La vida le ha arrinconado y él lo acepta. Está cómodo pero
recibe desprecio y un punto de condescendencia. No importa. Aún puede ser útil
aunque solo sea por algo tan anticuado como la amistad.
Un chantaje, un amigo
que se muere, un viejo camarada de armas con el que tendrá que batirse en
duelo, un misterio del pasado, unos diálogos que recuerdan épocas pasadas. El
ocaso está aquí, Harry, y seguro que no es como lo habías imaginado. El amigo
no te dice todo, la mujer tampoco te lo cuenta todo, los cadáveres vuelven a
levantarse a pedir justicia y las verdades a medias son como heridas que nunca
acaban de cerrarse. Siguen sangrando por todo lo que quiere decir el embuste.
Parece como si todo el pasado se cerniese sobre Harry y nada de ese pasado quisiera
ser sincero con él. Los tiempos han pasado deprisa y el cerebro de Harry sigue
funcionando como antes. Solo ha salido de su estado de hibernación y vuelve
para desentrañar una madeja de misterio que va dejando unos cuantos muertos por
el camino. Y no todos merecidos. Y todo, tal vez, por una última mirada de la
mujer que le hace volver a sentirse joven, una última mirada de ternura y de
promesa que nunca se va a cumplir. Una última mirada que delate la falsedad que
domina su vida, escondida detrás del oropel del estrellato, construida sobre un
asesinato que nunca fue tal. Cae el sol y la decepción es grande, Harry.
Tendrás que renunciar y también tendrás que matar. Solo porque hace mucho,
mucho tiempo, nadie quiso cargar con el muerto.
Es verdad que en esta
película está James Garner, sutil y mordaz en sus diálogos. También está Gene
Hackman, terrible y pendenciero en su amistad. O Susan Sarandon, que pasea su
innegable belleza por una casa llena de mentiras tapadas y sellada con un pacto
sobre la muerte. O, incluso, Stockard Channing, muy en su papel de mujer
policía que retuvo belleza y atractivo ya pasados. Pero, por encima de ellos,
está Paul Newman, enorme, contenido, cínico, sincero, relajado, esperanzado,
acosado, inteligente, único. Su última aparición ante las cámaras como ese
detective privado ya en plena jubilación que tiene que volver a encargarse de
un último caso es toda una lección de interpretación, de veteranía, de
sabiduría, de dominio. Es como si el actor, de alguna manera, se hubiera dado
cuenta de que no le quedan muchas más oportunidades y decidió reunir en su
última interpretación todo un compendio de su arte en una sola película. Y así
consigue que comprendamos perfectamente las motivaciones de un Harry Ross que
solo puede perder porque nació para eso. Aunque, quizá, al final, siempre haya
un pequeño recreo para el que sabe que ha sido muy bueno en lo que hacía.
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