Aún resuena alrededor
de mi cabeza tu voz profunda, algo arrastrada, con una sombra de alcohol
apasionado y de dolor suave. No puedo quitarme del pensamiento tu mirada,
siempre profunda, como queriendo realizar una pregunta que nunca llega a
formularse. Tus labios eran rotundos, como una invitación que oscilaba entre el
beso y la ferocidad. Jeanne, Jeanne, espérame en el cadalso, amor mío.
Me dejaste sin aliento
cuando apareces, breve y contundente, en No
toquéis la pasta, de Jacques Becker, porque sabías que tus apariciones
tenían que ser definitivas. Jean Gabin andaba por allí siendo el dueño de la
función, pero detrás, en un momento glorioso, aparecías tú y Gabin dejaba de
ser Gabin y Moreau comenzaba a ser Moreau. Tanto es así que cuando te hiciste
cuerpo y carne en aquella Florence de Ascensor
para el cadalso, me di cuenta de lo estrecho que puede llegar a ser un
elevador mientras tú esperas fuera muriendo de amor y de angustia. Louis Malle
te conoció bien y supo ver en ti el ángel que había detrás de tu demonio. Y tú
voz diciendo adiós por teléfono…no se me quita, Jeanne, no se me quita.
Y aún menos se me van
tus susurros en Los amantes, también
con Malle. No solo eras misteriosa, sugerente, dramática, intensa, tremenda y
avasallante. También eras sensual, dulce, transparente, ingeniosa, única,
blanca, suave, cielo. Conseguiste que todos sintiéramos envidia de Brahms
acariciando tus oídos mientras te debatías entre el aburrimiento y la pasión de
dos hombres que no te merecían. Tanto es así que te echaste en los brazos de
François Truffaut y de su Jules y Jim
y a ti no te nombraban, Jeanne, porque eras el eje que sostenía la vida de
otros dos tipos que no eran nada sin ti. Eras la alegría de vivir para ellos,
la imprevisible verdad del momento siguiente, la increíble satisfacción de amar
y ser amado en un triángulo que acabó perdiendo su hipotenusa. Y François te
tenía en sus brazos tan agarrada que te vigilaba de cerca mientras te ibas con
Losey a rodar el más fascinante retrato de la maldad femenina en Eva, o con Welles para confundir al
pobre Josef K. en El proceso, o a
volver con Malle para El fuego fatuo,
o para cederte al maestro Buñuel de Diario
de una camarera, o para largarte con los americanos y ser el contrapunto de
Burt Lancaster en la maravillosa El tren,
o competir y derrotar a una rival de peso como Brigitte Bardot en Viva María. Te tuvo una vez más, eso sí,
para decirte cuánto te quería por última vez en La novia vestía de negro y hacer de ti una heroína digna de
Hitchcock desde el extremo de nuestros sueños.
Y es que eras una mujer
innombrable, inenarrable, impensable. Orson Welles lo supo muy bien cuando hizo
que te convirtieras en la protagonista de esa historia que no se podía contar
porque, si no, la historia moría en Una
historia inmortal mientras Chinchón se convertía en un puerto de mar.
Volvías loco a Alain Delon en El otro
señor Klein mientras te casabas y te divorciabas de William Friedkin e,
incluso, probaste suerte tras la cámara con esa pequeña delicia que es Lumiére. Kazan te reclamó para El último magnate y Fassbender para Querelle. Wenders te hizo lucir las
arrugas como las mismas huellas del cine en Hasta
el fin del mundo y ya, cuando la edad había hecho presa en ti y tu mirada
se volvió menos profunda, pusiste voz a Marguerite Duras para la versión que se
hizo en cine con Jane March de su novela El
amante, de Jean Jacques Annaud.
Sí, ya sé que
trabajaste con Antonioni un par de veces y que te sentías orgullosa de ello.
Tal vez por eso tu voz era tan profundo y tu nombre fue pronunciado pocas
veces, pero había algo en ti, algo duro e intensamente inasible después de ver
cada una de tus películas. Era como una airada bocanada de humo que te venía
hacia la cara mientras decías “¿Y ahora qué?”.
No, no te puedes ir.
Hoy estás en mis letras. Ya para siempre has cogido el ascensor. Jeanne…yo
nunca dejaré de nombrarte.
2 comentarios:
Grande Lobo, muy grande.
No hay más palabras.
Gracias...por Jeanne. Ya no quedan mujeres así.
Publicar un comentario