Ser la psicóloga
perfecta no es demasiado difícil. Basta con tener una apariencia de
respetabilidad, publicar de vez en cuando algún libro sobre la sexualidad,
mantener siempre la distancia con los pacientes y ofrecer una imagen de cartón
que nadie puede traspasar. Sin embargo, las revistas que solo creen en el
último escándalo no tardarán en poner a su mejor hombre tras la pista de la
sucesora más atractiva de Freud. Es un tipejo sin escrúpulos, aunque bastante
bien parecido. Para él, no hay noticia que se le resista, psicóloga que no
conquiste, ni paciente que no hable. Se plantará ahí mismo, al otro lado de la
mesa, para destapar la terrible verdad de que la psicóloga que ha escrito el
libro definitivo sobre el sexo no ha probado en su vida el chocolate con
churros.
Este tipejo
despreciable vive al lado de un hombre bastante ridículo. Es un empresario
experto en medias de seda. Conoce perfectamente a las modelos por las piernas.
Por el rostro ya es más olvidadizo. Ha amado profundamente a su esposa. Pero el
matrimonio está pasando por una mala época. Su esposa es aturdidoramente
celosa. Es capaz de estrellar la vajilla entera para exteriorizar su
desconfianza hacia su marido. Y, claro, el hombre no hace más que pasar
continuamente al apartamento del periodista sin escrúpulos para contarle sus
cuitas y sus penas. Y empieza el galimatías. Los personajes desfilan, las
jugadas se suceden. El periodista quiere conquistar a la psicóloga que, a su
vez, es rondada por un estúpido diplomado que baila de una forma muy rara. Si
es que no hay ni uno normal, ni uno.
Todo acabará en una
loca persecución hacia el aeropuerto. La autopista se convierte, por obra y
gracia del homenaje al cine mudo, en un escenario de excesos, accidentes,
conversaciones de ventanilla a ventanilla, marcas de neumáticos en el asfalto,
vueltas y más vueltas. Todo para vendernos el tipiquillo final de todas las
comedias románticas. Psicóloga, periodista, chocolate con churros.
Richard Quine consiguió
una comedia que funciona al ciento veinte por cien dirigiendo con sujeción y
gracia a Tony Curtis, Natalie Wood, Henry Fonda y Lauren Bacall. No es fácil
guardar el equilibrio entre estos cuatro nombres, pero hay que conocer que
Quine lo consigue justamente hasta el tramo final en el que su homenaje al slapstick con esa persecución de taxis,
coches y furgonetas resulta algo repetitiva y ¿por qué no decirlo? Falto de
gracia. En cualquier caso, en sus dos tercios anteriores, la película es
brillante, dinámica, graciosa, simpática, sorprendente y vivaz, con estupendos
trabajos del cuarteto protagonista, capaces de vender cualquier relato que se
precie. Y con mucha clase. En ningún momento se cae en el mal gusto. La
elegancia parece ser el santo y seña de cualquier escena. Y en fondo, se disfruta
mucho con esta comedia de equívocos equivocados equivocándose. ¿Podemos
regresar ya?
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