Frank Serpico es un
hombre honrado en un mundo de corrupción. Va de comisaría en comisaría tratando
de servir a la sociedad con lealtad, pero cada vez se le hace más difícil.
Asiste impasible al trasiego de sobres por hacer la vista gorda, a las corruptelas
de la adjudicación de arrestos por una mera cuestión burocrática, a la
inmovilidad de los altos cargos cuando él se atreve a hablar y, por tanto,
poner en riesgo su trabajo y su vida. No puede entenderlo. La corrupción
policial horada las bases de cualquier convivencia democrática y se pervierte
el sentido del servicio público y él no quiere coger sobres, no quiere ser
aceptado por compañeros que no merecen estar ahí. En el fondo, piensa que ellos
son los inadaptados y no él. Nueva York es una ciudad sucia y vacía,
superficial y peligrosa y él trata de hacer lo mejor que sabe en medio de una
jungla sin sentimientos, sin cultura y sin más prosperidad que la que se
desarrolla a través de las almas corrompidas. Frank Serpico está solo.
Al principio, cree que
es normal que un policía denuncie los hechos, pero, poco a poco, se da cuenta
de que se le considera un chivato aunque no ha dado nombres. Si no tiene el
apoyo de las altas esferas, se enfrentará solo a todos ellos. Con esa pinta de hippie que tiene, con esas rarezas suyas
de asistir a seminarios universitarios sobre el Quijote. Tal vez porque se
siente extrañamente conectado al ingenioso hidalgo. Presencia muestras
terribles de violencia policial y no puede soportarlo. Ése no es el trabajo
para el que estudió y se sacrificó durante tantos años. Desea la placa de
detective, pero no la querrá a cualquier precio. Ya no quedan hombres como él.
Frank Serpico es el policía ideal y como cualquier otra cosa que es ideal,
tendrá que luchar contra viento y marea para destapar la ola de corrupción en
los distritos policiales de Nueva York. Aunque sea a costa del desequilibrio
personal, aunque ya nadie le aguante como pareja, aunque todos crean que es un
delincuente apestado dentro del sórdido ambiente de cualquier comisaría porque
se niega a coger un sobre. Frank Serpico merecería todas las medallas del
mundo.
Sidney Lumet inició su
trilogía sobre la corrupción policial en la ciudad de Nueva York con esta
película, completada después por El
príncipe de la ciudad y Distrito 34
y colocó a Al Pacino en el centro mismo del escenario para que diera su
auténtica talla como actor. Mientras tanto, hay como un cierto aire de que los
espectadores patean junto a Frank Serpico las grises calles de la ciudad,
huelen ese particular aroma a polvo cansado de las grandes urbes, se lo piensan
dos veces antes de desenfundar el arma para detener a cualquier desgraciado que
vende droga en una esquina y, también, luchan contra la peor parte de sí mismos
para coger esos sobres que Frank rechaza una y otra vez. No es poco para una
película de policías alrededor de una ciudad que, aunque no lo parece, se
consume en su propia maldad. Sí, Frank Serpico merecería un par de monumentos.
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