La
soledad puede ser una de esas sensaciones devoradoras que acaban por minar a la
razón. Su fuerza va creciendo según pasa el tiempo y termina siendo un enemigo
invencible al que ni siquiera pequeñas muestras de estima atenúa su intensidad.
Cuando esa sensación desarrolla su propia metástasis es el momento en que la
locura pasa a ser una compañera inseparable. Y, de alguna manera, ya no hay más
soledad. Sólo insania. Sólo desquiciamiento.
La urbe, con sus calles
impregnadas de asfalto y movimiento, llena de seres solitarios sin más visión
que el siguiente instante, es el terreno más fértil donde germina la
desesperación. El ánimo se torna sediento de daño y el alma se corrompe desde
la misma belleza. La música ya no es un medio de arte y consuelo sino un
instrumento más de tortura y aislamiento. Y las personas incautas que, llevadas
de la buena fe, se ofrecen a dar consuelo acaban por ser víctimas de la misma
crueldad en la que se convierte la soledad. Sí, esa sensación, ese terrible
sentimiento que desarrolla un odio inconcebible, comienza a ser el móvil más
justificable para que el crimen sea algo más que un mal sueño.
La juventud,
especialmente si ya ha pasado por alguna experiencia traumática, es el
colectivo más vulnerable. En esa situación, la ternura que se perdió parece
tomar de nuevo forma en la rutina de un acto que, en sí mismo, es de abrumadora
honestidad. Y, tal vez, cuando se cae en el error ya es demasiado tarde como
para poder repararlo. Los golpes de la angustia caen uno detrás de otro y lo
que parecía estar en orden es sólo un espejismo que se diluye con unas gotas de
antídoto brutal. El pozo de soledad se hace más y más profundo y es posible que
finalice con la obligación de bajar a él y tocar el fondo.
No cabe duda de que
hace algunos años Neil Jordan fue un director de cierto empuje. No hay que
olvidar aquella Juego de lágrimas
donde la transexualidad era un medio para la asunción de personalidades, o la
excelente In dreams, con una
extraordinaria Annette Bening, ponía verdaderos escalofríos con una narración
bien llevada al sorprender con su suspense y su imaginativa historia. Sin
embargo, en esta ocasión, parece que Jordan adolece de una falta de fuerza algo
alarmante. Todo lo deposita en el rechazo que puede sugerir Isabelle Huppert,
ya muy experta en este tipo de papeles, y se olvida de entretejer una trama con
algo de sentido y un poco menos previsible. Todo lo que se ve aquí ya se ha
visto antes y mejor y lo que no es así no deja de ser una incoherencia que evidencia
el descuido en el que ha caído el realizador irlandés. Especialmente
decepcionante resulta ser la secuencia en la que hace entrar en la historia a
su actor favorito, Stephen Rea, tan sólo para caer en el tópico mediocre
totalmente prescindible. Por lo demás, habría que destacar el inteligente uso
de la banda sonora, a cargo del español Javier Navarrete, y una cierta
querencia de la película hacia los adentros del espectador poco exigente, que
no dudará en elogiarla sin reparar demasiado en sus defectos.
Y es que la soledad,
después de haber probado el éxito, aún puede ser más dolorosa. Tanto es así que
incluso el final se queda en nada con una plena conciencia de haber causado
inquietud y resquemor porque no se sabe cerrar con seguridad el baúl de los
resortes del miedo. Quizá se salga con la misma sensación con la que se entró,
sabiendo que esto se va a olvidar a los diez minutos de abandonar el agobio.
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