La noche húmeda
propicia la aparición de fantasmas que, tal vez, sólo surcan la imaginación. La
jornada ha sido agotadora, con audiciones, ensayos de luces y apuntes tomados
deprisa y corriendo en los márgenes del libreto. Cuando el teatro está vacío y
uno siente la magia de las butacas sin huésped, del silencio abrumador
esperando la siguiente línea de diálogo y de la búsqueda de la creación detrás
del siguiente decorado, aparece ella. Un espectro de belleza inequívoca que
encarna todo lo contrario de lo que se busca para llevar adelante esa pieza de
Saacher-Masoch sobre una dominación enfermiza, una humillación buscada, un
sufrimiento esperado, una convivencia forzada. No, no hay tiempo. La jornada ya
ha pasado. Queda mucho por hacer y por pensar y ya no es momento de una
audición más. Y, sin embargo, el milagro se opera. Esa mujer vulgar, inculta,
avasallante, rotunda, se transforma en la intérprete ideal para el papel más
difícil. En ella están todos los pecados de la inocencia aguardando para
convertirse en abismos oscuros en el siguiente cuadro escénico. La intérprete
necesita su réplica y, de repente, por un hechizo para fingir, la realidad
comienza a mezclarse peligrosamente con la ficción y lo que se vive en el texto
tiene su reflejo en la normalidad de la escena. Las palabras chocan unas con
otras y ya no se sabe dónde empiezan las personas y dónde terminan los
personajes. La prohibición parece invitar a la supresión. La magia circula,
tierna y circundante, por las frases que uno nunca se atrevería decir en la
vida. El escenario es el mundo y el mundo se reduce a un pequeño teatro,
aislado por las nubes negras de la turbiedad, en medio de París. Las piedras
hablan, los vestuarios imponen, las reglas saltan y todo queda reducido a
ponerse en las manos de una mujer que no deja de aportar ideas, de engrandecer
las letras que parecían destinadas a la dificultad. Lo vulgar deja paso al arte
y la historia de la humillación que se pretende recrear es la recreación de lo
que se pretende humillar. Todo y lejos. Nada y cerca. No queda sitio para la
libertad. A partir de ahora, todo queda en manos de la sumisión.
La atmósfera agobiante
de dos personajes luchando por romper sus prejuicios y entregándose hasta lo
impensable parece hecha a la medida de Roman Polanski. Con sus mimbres
habituales de enrarecimiento y obsesión, Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric
parecen sombras moviéndose en la pesadilla más representada, más deseada y, no
obstante, más rechazable. El teatro acaba por liberarles y, al mismo tiempo,
ata sus traumas ante la fiereza de sus instintos más ocultos. La Venus de las
pieles se desnuda y hay que estar presto a recogerlas antes de que lleguen al
suelo.
A quien Dios lo quiere
castigar, lo entrega a las manos de una mujer. Y así, con un collar de perro,
una mirada perdida, una derrota encantada y una renuncia absoluta, los truenos
de la tormenta vuelven a sonar sobre la cabeza de los que ya la han perdido. Es
hora de representar, es tiempo de vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario