Jugar a ser Dios
también implica jugar a ser el demonio. Los juguetes del mal se fabrican en el
nombre del bien y la ambigüedad parece ser el detonante de la implosión. El
hombre decidirá quién vive y quién muere y la decisión es hundirse en las
sombras.
El Proyecto Manhattan
fue una aberración que nació, ante todo y sobre todo, por el peligro de que el
enemigo pudiese desarrollar un arma parecida. El trabajo de inteligencia y de
algunos héroes de resistencias nórdicas consiguió frustrar esa posibilidad. El
General Douglas MacArthur afirmó que Japón estaba casi vencido cuando se
decidió usar armamento nuclear contra la población civil. Puede que eso fuera
cierto, pero no hay que olvidar que la rendición, en la tradición japonesa, era
deshonor eterno para ellos, además de la necesidad de preservar su figura real
al nivel de Dios. Un dilema de difícil resolución que no admite medias tintas.
Todo el equipo del proyecto lo llevó a cabo. Y, de alguna manera, parece ser
que siguió con la idea porque la curiosidad siempre mata al científico, porque,
cuando las armas ya no hacen falta, es cuando surge la necesidad de sentirse
Dios, eterna aspiración de un hombre condenado a repetir una y otra vez sus
mismos errores.
Poco importó el
accidente en el laboratorio. De nada sirvieron las objeciones morales de
algunos integrantes. Esa nueva arma colocaba a los Estados Unidos a la cabeza
del desarrollo armamentístico y, además, dependía directamente del propio
Estado. No habría empresas de por medio, ni intereses comerciales, ni el
vergonzoso tráfico de armas letales que inundaban los países del tercer mundo.
El Estado, en sí mismo, se erigía en todopoderoso. Hombres jugando a la máxima
destrucción. La ira de todo el odio encerrado en una carcasa que contenía al
mismísimo infierno.
Robert Oppenheimer
continuó con el proyecto a pesar de sus ideas políticas. ¿No fue ingenuo al
pensar que no sería un instrumento de amenaza ante ese futuro desesperanzado de
grandes potencias mundiales? El General Leslie Groves manejó al equipo con
cautela, tratando de no parecer el fascista que habitaba en él porque sabía que
los mejores científicos del mundo pensaban en algo más que en números. Quizá la
Humanidad no se ha arrepentido lo suficiente de todo aquello. Quizá tengamos
que morir de nuevo para darnos cuenta del profundo significado de la vida.
Paul Newman, Dwight
Schultz, John Cusack, Laura Dern y Natasha Richardson son los creadores de
sombra con diferentes motivos. Unos por ambición, otros por vanidad, otros por
algo tan noble como el amor y aún otros por ideología. Cuando se fabrica una
monstruosidad que es capaz de convertir a los hombres en bestias con tal de
mantener su poder en el mundo, los motivos importan bien poco. Y la sombra
avanza entre las nubes, pronunciando una condena que nos acompañará por toda la
eternidad. Somos culpables y algún día, pagaremos por todo ello.
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