Allí
donde el aire ya no tiene vuelta, donde Dios se niega a posar su mirada, donde
la soledad se confunde peligrosamente con los sueños no realizados, es donde se
hallan tres hombres dispuestos a guiar a todas las embarcaciones que surcan el
desierto del agua que es el mar. El salitre se apila en los párpados y la
comida sabe a sal y a ráfaga. Las historias se suceden y se confunden con los
recuerdos en las largas noches del viento ululante y el pasado sale al
encuentro, acusador y rencoroso, como si sólo contaran los errores y nunca los
esfuerzos.
En aquel lugar que, más
bien, parece la roca de nadie, ocurre lo impensable. Los ojos se tiñen de
sueños a través de un hallazgo inesperado y los remordimientos acaban por
morder mientras la lluvia azota tercamente en los cristales. Mientras tanto, el
faro, con su ojo encendido, trata de llevar algo de razón a una isla en la que
la desolación es puro frío y las nubes claman por sus lágrimas de violencia a la
espera del mar enfurecido. Todo se vuelve sórdido, sin sentido, como si la
armonía fuera veneno entre el humo del tabaco. Lo impensable se vuelve real, la
locura rompe con fuerza contra los acantilados y la marea se empeña en engullir
la piedra con insistencia. Así, nadie puede conservar su sano juicio y mucho
menos si todo ese paisaje de nada se mezcla con la terrible sangre de los
hombres de mar.
No cabe duda de que no
deja de ser fascinante la historia de tres torreros que desaparecieron
misteriosamente de una isla sin dejar el más mínimo rastro y que, alrededor de
eso, se urda toda una trama en la que el asesinato se torna el protagonista y,
también, el guía de todos los actos de estos hombres condenados a hacer un
trabajo en el mismo centro de la soledad. Y la película mantiene un nivel alto
hasta su mitad para, luego, iniciar un lento y suave declive. No basta con
sumergirse en el océano de la violencia para seguir haciendo una película
atractiva y más aún si lo que se quiere explicar es una desaparición
perfectamente lógica. A destacar el trabajo de Gerard Butler, terrible en su
camino hacia la desesperación aunque algo precipitado en el desarrollo de su
personaje, y, sobre todo, el de Peter Mullan como ese hombre que ya está a la
vuelta de todo, con el dolor en su espalda y la mesura en sus acciones. La
fotografía de Jorgen Johanson es impecable en sus penumbras y acusadora en sus
contraluces. El resultado es una película que se queda algo corta en sus
intenciones, pero que es muy efectiva en muchos de sus pasajes.
Y es que los abismos de
la personalidad humana siempre son audaces y atrayentes porque, en el momento
en que aparece la oportunidad, la avaricia, la soberbia, la culpa, el instinto
de supervivencia mal entendido y la búsqueda de respuestas se presentan sin
avisar, como quien aparece de improviso, haciendo preguntas extrañas sobre
alguien, escondiendo la agresividad de la mirada, ocultando la verdadera
naturaleza del depredador que siempre es el hombre. Y hay que tener mucho
cuidado, parapetarse detrás de la moral y comenzar a luchar por la propia vida
sin perder, en ningún momento, la cordura. No es tarea fácil para quien no
puede gritar más que a barlovento, para quien no puede contar a nadie lo que ha
ocurrido allí, donde el aire ya no tiene vuelta, donde Dios se niega a posar su
mirada, donde la culpa va a construir su propio faro…
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