Es
cierto que, cuando todo parece guardar un orden, cuando la paz y la
tranquilidad aparente se halla alrededor, siempre aparece un villano para
estropearlo todo. Y, casi siempre, se acude a la vanidad para embaucar a los
incautos que esperan que el pasado se haga de nuevo presente. En un universo
apolillado es demasiado fácil sacar a los bichitos para que parezca que el aire
corre de nuevo entre las cortinas del olvido, de la sensación de fracaso por la
vejez, del regodeo en glorias pretéritas que guardan secretos orillando la
locura.
Así que ahí tenemos a
unos cuantos ancianos que son felices escuchando su música, jugando al billar,
matando comadrejas a zambombazos y urdiendo nuevas maneras de inventar la palabra
justa en el momento adecuado. Hace años, muchos, fueron profesionales
respetados, pero el tiempo todo lo borra y ya nadie se acuerda de ellos. Y la
ilusión de esa memoria que pervive es la mayor de las trampas para ellos. Ya no
tienen edad para andar con tonterías de juventud y ambición. Sus años son
arrugas de sabiduría y no deja de resultar peligroso espolearles para que
saquen todo aquello que, un día, les hizo especiales. Esta vez, la vanidad
va a resultar derrotada porque hay unos cuantos hurones dispuestos a defender
la cueva. Y tienen todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Al otro lado, está el
haz de luz que sale de los proyectores y que iluminaron sus vidas. La soberbia
se hará presente y el juego será apasionante porque el diálogo punzante se dice
con naturalidad, la verdad se hace algo difusa y, en todo momento, hay una
especie de certeza de que estas criaturas de jardín y té helado saben más de lo
que dan a entender. Todo se basa en establecer un plan milimétrico, destinado a
engañar a un engaño, hacer que todas las piezas encajen y volver a esa
sensación de que cada cosa ocupa su lugar. Incluso las estatuas que adornan el
jardín.
Con humor, con
sapiencia, con experiencia y con pericia, el director Juan José Campanella nos
regala otra película que no decepciona, con interpretaciones certeras y
completas de Graciela Borges, la gran dama del cine argentino, Óscar Martínez y
Marcos Mundstock. El resto del reparto luce a gran altura y la diversión se
asegura entre sonrisas de complicidad, risas gamberras, contestaciones agudas y
preguntas innecesarias. La promesa del oro de un nuevo renacer resulta tentador
para quien ya ha probado el éxito fulgurante, pero la edad no perdona. Tanto es
así que tampoco se suele olvidar lo que se ha aprendido. Y se utiliza más
sabiamente. Por eso, no hay que salir de casa. Es posible que más allá de los
setos agujereados por los disparos sólo haya agresiones de tipo económico,
humillantes, vergonzantes e iracundas. Y, en ocasiones, hasta los
reconocimientos obedecen a una paga acordada. No sólo es cambiar una mano por
otra. Es también tener la frase a punto y el cerebro despierto. Por eso, es
recomendable que vayan a ver esta película. Es posible que, por esta vez,
alguien tome al espectador por alguien inteligente.
Es hora de prepararse
una bebida fría mientras se desgranan las razones para el amor a través de los
años. Ya sean treinta o cuarenta, quien mantiene ese sentimiento vale más que
cualquier propiedad del mundo. Y es la nítida demostración de que se perdonan
las desviaciones, se conceden segundas oportunidades y se toma conciencia de
que lo que se tiene es aún más importante que todas las promesas de un mañana
que, tal vez, no exista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario