Cualquier
cinéfilo algo avezado ya sabe que Jim Jarmusch es uno de los cineastas más
irregulares que se pueden encontrar en la cartelera. Es capaz de asombrar con
películas como Noche en la Tierra o Paterson y hundirse más tarde en el pozo
de la mediocridad con auténticas tomaduras de pelo. En esta ocasión es bastante
probable que Jarmusch haya abusado de la marihuana y que, para escribir esta
historia, se haya creído el ser más gracioso y brillante de entre los vivos y
los muertos porque, la verdad, la cosa acaba muy mal.
Más que nada porque se
supone que es pretendidamente hilarante que, debido a una absurda explicación
científica, los muertos salgan de sus tumbas para comerse a todo lo que se
mueve en medio de un pueblo en el que sus habitantes son seres, cuando menos,
pintorescos, algo tardos en sus reacciones, muy serios en sus bromas e inútiles
en sus planificaciones. Es cierto que Jarmusch, para entretener al que ha visto
dos o tres películas, realiza algún guiño a Quentin Tarantino, a Samuel Fuller,
a la filmografía completa de George A. Romero e, incluso, a sí mismo. Pero el
resultado final está lejos de ser descacharrante, a kilómetros de la agudeza y,
para acabar con el cerebro de cualquier víctima de esta película, no duda en
desbarrar todo lo que haga falta.
Y es que Jarmusch,
cineasta que por edad y vocación ya debe de estar liberado de todos los
complejos artísticos que se puedan pasar por su cabeza, no duda en colar su
mensaje de autor, llegando a sugerir que vivimos en una sociedad caníbal, que
sólo quiere más y que, por tanto, se comporta como un grupo de zombis
dispuestos a devorar al más pintado. Carga sin ambages contra los que viven
enganchados a los móviles como si fueran la forma más real de zombi que uno se
puede cruzar por la calle. Y lo peor es que, al final, se queda todo en algo
más bien ingenuo, muy corto para un tipo que ha sido capaz de emocionar, de
hacer reír, de sacarle guasa a lo que no tiene ninguna. Sin duda, esto va a
acabar muy mal.
Para redondear el
asunto, Jarmusch se rodea de unos cuantos amigos y se preocupa de que estén
cómodos mientras trabajan. Sólo así se puede explicar el grado de relajación
que demuestran Bill Murray y Adam Driver y el chiste continuo que debe de ser
el hecho de cortar la cabeza a una prisionera de la moda, por ejemplo, o a los
que no dudan en hacer de la pesadez una forma de vida. Mientras tanto, las
catanas se afilan, las recortadas explotan, los machetes se aplican y los cafés
se repiten porque a los zombis, por lo que se ve, les encanta. Por supuesto, en
algún momento, se hace evidente que Jarmusch se pasa volando de la marihuana al
ácido y entonces la historia, que carece de sentido en aras de una supuesta
comicidad, se desborda y, desde luego, sorprende. Tanto como lanzarse a una
nube de muertos vivientes en recuerdo de la abuela desaparecida.
Así que esto va a
acabar muy mal. Ya parece que estoy oyendo golpes en las paredes, sitiando mi
razón, tratando de cercar cualquier posibilidad de escapatoria y de coartar
cada una de las letras que voy vertiendo en este artículo. Me he perpetrado con
el hacha de la gramática y la sierra del sentido común, pero me temo que son
armas paliativas y nada definitivas. Suena una melodía country en mi reproductor de música y parece que unas garras se
introducen por los resquicios de las puertas. Voy a ser devorado por los
muertos vivientes así que, dentro de un rato y para acabar mal del todo,
volveré con ustedes dispuesto a comerme sus cerebros.
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