La
búsqueda obsesiva del éxito también es un encuentro con los sueños. Y, por lo
general, la realidad nunca se ajusta a la imaginación. Más que nada porque
puede que se viva en un mundo que se ha entregado a la interrupción continua, o
que es incapaz de reconocer algo realmente bueno porque cualquier cosa que
obtenga sus diez minutos de fama ya es considerada como un mérito. Y hemos
muerto de tanto mérito porque ya no sabemos dónde se halla. La magia ya no
existe. Se nos ha dado e, incluso, puede que, entre otras muchas cosas, fuera
escrita en un pentagrama descubriendo que algunas sensaciones nunca se van.
Y entre esas luces
devoradoras, esa vorágine continua que trata de alienar el espíritu y convertir
cualquier manifestación artística que merezca la pena en un mero producto de
consumo, se halla la certeza de la pérdida de la misma esencia del individuo.
El éxito lo hemos alcanzado aquellos que sabemos lo que es el amor. Y el
zarandeo de la existencia no nos permite darnos cuenta de ello. Creemos que el
éxito consiste en el olor de las multitudes, en el reconocimiento que mata la
rutina, en las miradas de admiración que despertamos o en los elogios que,
demasiado a menudo, nos creemos. Y no es así. El éxito está en hallar a la chica,
ir a por ella, hacerlo mejor, ser el recipiente de sus sentimientos y volcar
toda tu pasión, incluso la compartida, en los momentos que se pasan juntos.
Y el éxito también se
encuentra en no sentirse atraído por los mensajes políticamente correctos que
invalidan leyendas, en no adulterar todo aquello que ha tenido un profundo
significado para generaciones enteras, en sentir que todo lo que necesitas es
amor y que lo demás son sólo adornos que nublan la visión y el entendimiento,
en tener la certeza de que el camino puede ser largo y lleno de viento, en no
dejar nunca de ser uno mismo para llegar a convertirse en el personaje de tus
sueños. Y muchas de estas nimiedades en las que no reparamos están contenidas
en el arte que nos dejaron unos cuantos y que, lamentablemente, pronto pasarán
a ser unos desconocidos para la mayoría. Así es cómo se perderá la pasión y
todo se diluirá en redes absurdas, tecnologías insistentes y egoísmos
impertinentes.
No deja de ser una
extraña mezcla que se puedan juntar en la misma historia un director como Danny
Boyle, habitualmente algo descarnado aunque idealista; y Richard Curtis, un
guionista con tendencia al azúcar, amable y, en ocasiones, algo fácil. Sin
embargo, la asociación ha dado un cierto resultado de buen sabor y mejor
sonido, con una interpretación estupenda de Lily James y algunos momentos de
buen humor llevados con clase. La sombra de los cuatro de Liverpool planea
sobre toda la película y, desde luego, llega a hacerse presente en la historia
porque, sencillamente, son parte de la nuestra aunque, quizá, no por mucho
tiempo. Y, al final, un cierto escalofrío de emoción se desliza por el espinazo
mientras los títulos de crédito aparecen, una sonrisa de complacencia asoma
tímidamente y se tiene la seguridad de que no se ha visto una gran película,
pero sí que algo se queda en el interior acompañando a esa voz que trata de no
hacerte olvidar en ningún momento que eres tú, que debes decir a quien quieres
que la amas, que el ayer se presenta repentinamente y que, tal vez, ella no
puede salir de tu vida.
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