La frivolidad puede ser
una insaciable devoradora de la moral. Entregarse a la vida disipada, inútil,
ociosa e intrascendente se convierte en un placer cuando dejas atrás todo lo
que has querido de verdad. Ahora, en este momento, tienes joyas, vestidos, un
piso lujoso, un amante burgués y unas cuantas amigas absurdas y crees que lo
posees todo, que has llegado al cénit de tu existencia vendiendo tu cuerpo, tu
alma y, también, tu conciencia.
Sin embargo, el pasado
siempre regresa para recordarte que un día tuviste un corazón y que supiste lo
que era amar. Bien es verdad que te pudo el deseo de salir del agujero y
tomaste decisiones repentinas que dieron comienzo a tu nueva vida. De repente,
aquello que se había congelado como un bodegón en tu memoria, comienza a
ponerse en movimiento, trastocando la facilidad placentera de los días sin
problemas, tan sólo con la preocupación de qué ponerte o decidir a qué lugar
acudir a cenar esa misma noche. La vida es algo más. Es compromiso. Es relación.
Es agarrar con fuerza lo que se ama y no dejarlo partir. Y mucho menos, tolerar
la humillación para obligar a alguien a tomar partido con bisoños encajes.
París es como una madre que acoge a todos sus polluelos, sean del color que
sean y, allí, en la gran urbe, se da todo lo sublime y lo siniestro mientras la
ciudad no pierde su latido, no extravía los sentidos por la noche, porque París
es fiesta, París es ilusión, París es música…y también corrupción.
Charles Chaplin dirigió
su único drama, con su habitual Edna Purviance de protagonista y con un
impecable Adolphe Menjou, al que se le siente cómodo y demoledoramente ambiguo,
en esta película que delata, ante todo, el gusto por la composición escénica
del director. Más allá de un argumento previsible, ingenuamente moralizante y
apoyado en unas casualidades repetidamente imposibles, Chaplin deriva hacia el
folletín envolviéndolo en imágenes atractivamente artísticas, casi como
pinturas costumbristas de la alta sociedad parisiense en blanco y negro. Por
otro lado, también parece como si quisiera advertirnos de que nuestras vidas,
por muy simples que parezcan, son verdaderos tesoros que hay que salvaguardar
frente a los embates de la falsa opulencia que esconde ríos de villanía moral y
que, tal vez, sólo se puede recuperar el equilibrio sabiendo a ciencia cierta
que hay personas que lo están pasando realmente mal y que ayudarlas debería ser
nuestra próxima meta. No importa que estén rodeadas de lujo y halagos. No
importa que el rencor y los prejuicios dominen muchas vidas sin importar la
clase social. Lo verdaderamente importante es que la palabra justa, el plato
lleno, la sonrisa adecuada y el cariño auténtico son los vagones del único tren
que todas las personas deberían desear coger. Y, no obstante, seguimos ciegos,
deslumbrados por el brillo estúpido de unas perlas, o por la comodidad ganada
sin esfuerzo. El siguiente paso será exhibir una irritante mueca de
superioridad mientras se toca un saxofón de juguete que entona una melodía que
habla de lo poco que valen las vidas ajenas.
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