miércoles, 17 de julio de 2019

UNA MUJER DE PARÍS (1924), de Charles Chaplin



La frivolidad puede ser una insaciable devoradora de la moral. Entregarse a la vida disipada, inútil, ociosa e intrascendente se convierte en un placer cuando dejas atrás todo lo que has querido de verdad. Ahora, en este momento, tienes joyas, vestidos, un piso lujoso, un amante burgués y unas cuantas amigas absurdas y crees que lo posees todo, que has llegado al cénit de tu existencia vendiendo tu cuerpo, tu alma y, también, tu conciencia.
Sin embargo, el pasado siempre regresa para recordarte que un día tuviste un corazón y que supiste lo que era amar. Bien es verdad que te pudo el deseo de salir del agujero y tomaste decisiones repentinas que dieron comienzo a tu nueva vida. De repente, aquello que se había congelado como un bodegón en tu memoria, comienza a ponerse en movimiento, trastocando la facilidad placentera de los días sin problemas, tan sólo con la preocupación de qué ponerte o decidir a qué lugar acudir a cenar esa misma noche. La vida es algo más. Es compromiso. Es relación. Es agarrar con fuerza lo que se ama y no dejarlo partir. Y mucho menos, tolerar la humillación para obligar a alguien a tomar partido con bisoños encajes. París es como una madre que acoge a todos sus polluelos, sean del color que sean y, allí, en la gran urbe, se da todo lo sublime y lo siniestro mientras la ciudad no pierde su latido, no extravía los sentidos por la noche, porque París es fiesta, París es ilusión, París es música…y también corrupción.
Charles Chaplin dirigió su único drama, con su habitual Edna Purviance de protagonista y con un impecable Adolphe Menjou, al que se le siente cómodo y demoledoramente ambiguo, en esta película que delata, ante todo, el gusto por la composición escénica del director. Más allá de un argumento previsible, ingenuamente moralizante y apoyado en unas casualidades repetidamente imposibles, Chaplin deriva hacia el folletín envolviéndolo en imágenes atractivamente artísticas, casi como pinturas costumbristas de la alta sociedad parisiense en blanco y negro. Por otro lado, también parece como si quisiera advertirnos de que nuestras vidas, por muy simples que parezcan, son verdaderos tesoros que hay que salvaguardar frente a los embates de la falsa opulencia que esconde ríos de villanía moral y que, tal vez, sólo se puede recuperar el equilibrio sabiendo a ciencia cierta que hay personas que lo están pasando realmente mal y que ayudarlas debería ser nuestra próxima meta. No importa que estén rodeadas de lujo y halagos. No importa que el rencor y los prejuicios dominen muchas vidas sin importar la clase social. Lo verdaderamente importante es que la palabra justa, el plato lleno, la sonrisa adecuada y el cariño auténtico son los vagones del único tren que todas las personas deberían desear coger. Y, no obstante, seguimos ciegos, deslumbrados por el brillo estúpido de unas perlas, o por la comodidad ganada sin esfuerzo. El siguiente paso será exhibir una irritante mueca de superioridad mientras se toca un saxofón de juguete que entona una melodía que habla de lo poco que valen las vidas ajenas.

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