Bobby Fischer fue uno
de esos grandes misterios de la Naturaleza que nunca se llegaron a desvelar del
todo. Es posible que fuera uno de los más grandes talentos mundiales en el
ajedrez y que su excesiva inteligencia fuera la espoleta de su propia locura.
También es posible que quedara marcado por la conflictiva relación con su madre
o que apenas pudiera aguantar la tensión derivada de la guerra fría entre
Estados Unidos y la Unión Soviética como uno de sus símbolos. Quizá detrás de
ese animal de escaques había un ser humano obsesivo, marginal, diferente y
genial, que nunca se encontró a sí mismo porque se dejaba ahí, en el último
jaque, en la última jugada magistral de una partida que, al fin y al cabo,
nunca llegó a vencer.
Es cierto que en esta
película hay hechos que están dramatizados, otros que no son muy exactos y que,
tal vez, Tobey Maguire no sea el intérprete más adecuado para dar vida al ex
campeón mundial de ajedrez. Tampoco cabe duda de que su trabajo es esforzado,
constante y muy intenso, pero queda traicionado por un físico que se queda
corto, con muy poca presencia, sin profundidad gestual y dramática. Por otro
lado, Liev Schreiber cae de nuevo en uno de sus peores defectos al encarnar a
Boris Spassky y es esa sensación de desidia que de vez en cuando desprende. El
duelo más apasionante del ajedrez del siglo XX quizá hubiera merecido dos
actores con más peso, con más empuje, con más audacia.
Y es que no es fácil
describir, siquiera lejanamente, lo que pasaba por la cabeza de Bobby Fischer.
En su inmenso pensamiento se mezclaban peligrosamente la autodestrucción, la
obsesión, la desubicación, la extravagancia, la conciencia de su propia
individualidad, la utilización, la simbolización y la soledad. Todo ello bien
remezclado con las suficientes dosis de presión debía desembocar por fuerza en
la locura y en el abandono. Por mucho que se quiera disfrazar a Bobby Fischer
de leyenda que desaparece en las sombras es más posible que simplemente fuera
un hombre que no aguantó el peso de su propia responsabilidad. Y nadie debería
culparle por ello.
En la guerra de nervios
que se establece en los lados de un tablero, es fácil confundir la
concentración con el espejismo y arrojar la toalla es un gesto que no se
permite en tales combates. Bobby Fischer intentó quitarse de encima el
patriotismo barato que le empujaba a medirse con los soviéticos para fijarse en
sí mismo, en ese marionetista que dispone sus tropas para un asedio que solía
terminar con el rey contrario abatido. Para él, el duelo era el auténtico
desafío y no la demostración infantil e inútil de que un americano podía ser
más inteligente que un ruso sobre un tablero de ajedrez. Por eso, se llenó de
exigencias absurdas, de condiciones excéntricas, de maniobras de distracción
para hacerse notar como ese campeón que, realmente, nunca quiso ser. Él sabía
que lo era y eso fue el principio de su fin.
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