Después
de la intervención de la suerte es posible que la supervivencia sea una
cuestión de palabras. Y, en este caso, todo depende de la inventiva que tenga
el profesor. Dice que es persa, pero no tiene ni idea de hablarlo y, como le va
la vida en ello, no tiene más remedio que crear un nuevo idioma. Parece fácil,
pero no lo es, porque tiene que memorizar las palabras que urde para que el
engaño se mantenga. Y en un campo de concentración donde la muerte es la rutina
también hay sitio para la perplejidad.
Al fin y al cabo, todo
depende de un asesino vestido de gris y con el emblema de las SS al cuello que,
en un arrebato soñador, desea aprender el idioma para que, cuando termine la
guerra, tenga la oportunidad de establecer un restaurante alemán en pleno
Teherán. Parecería una comedia si no fuera por el horror que está a la orden
del día. La cocina se mezcla con la gramática, la mirada no puede dar crédito a
lo que está ocurriendo y cualquier error se paga con la tortura. Es el destino
del docente por mucho que, lo que enseña, sea una mentira.
La guerra, a pesar de
todo, también es pozo de envidias y de salida para el adoctrinamiento estúpido.
Hay carta blanca para disponer de las vidas ajenas y no es demasiado normal que
un oficial haga todo lo posible para preservar la vida del joven persa. Eso da
lugar a rumores maledicentes. Claro que no son tan graves como la descripción
del tamaño del algo bastante íntimo, que eso ya es el colmo. No, no es para reírse.
Y, sin embargo, algo hay dentro del espíritu humano que hace que todo parezca
un respiro del destino.
El director Vadim
Perelman ya sorprendió hace unos cuantos años con la excelente Casa de arena y niebla, donde Jennifer
Connelly y Ben Kingsley daban un par de lecciones de interpretación dentro de
un enfrentamiento inusual. Con esta película, Perelman pone en juego la
traducción de la supervivencia, la amistad imposible, la inteligencia en
entredicho, la cultura como pasaporte de salvación y, ante todo, la
preservación de los nombres de los que más sufrieron y fueron algo más que
simples números exterminados. El resultado es una película notable, con algún
que otro alargamiento innecesario, pero que acaba por convencer dentro de la
perplejidad y contención que demuestra Nahuel Pérez Biscayart en la piel del
profesor y el inevitable ejercicio del poder controlado que exhibe Lars
Eidinger. Ellos sobrellevan el peso de la trama que acaba por conquistar en esa
sinrazón absurda en la que se convierte la invención de todo un idioma.
Y es que, cuando se trata de sobrevivir, todo está permitido. Es la única munición contra la brutalidad desbocada y se torna aún más letal cuando se posee la sangre fría necesaria para acudir al recurso y no perder los nervios. Quizá porque toda gramática es irremediablemente vacía cuando no tiene semántica, por mucha fonética que se ponga en las clases. Al final, nada quiere decir nada. Sólo tienen sentido los dos mil novecientos cuarenta y ocho nombres que, como todo el mundo sabe, no tienen traducción posible. Más aún cuando llegar al día siguiente es una labor reservada sólo para los héroes que resisten contra viento y marea y tratan de vencer, aunque sólo sea una vez, a la peor parte de la raza humana. Sin perder la esperanza que, en persa, se dice bramo… ¿o no?
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