jueves, 28 de enero de 2021

EL PROFESOR DE PERSA (2021), de Vadim Perelman

 

Después de la intervención de la suerte es posible que la supervivencia sea una cuestión de palabras. Y, en este caso, todo depende de la inventiva que tenga el profesor. Dice que es persa, pero no tiene ni idea de hablarlo y, como le va la vida en ello, no tiene más remedio que crear un nuevo idioma. Parece fácil, pero no lo es, porque tiene que memorizar las palabras que urde para que el engaño se mantenga. Y en un campo de concentración donde la muerte es la rutina también hay sitio para la perplejidad.

Al fin y al cabo, todo depende de un asesino vestido de gris y con el emblema de las SS al cuello que, en un arrebato soñador, desea aprender el idioma para que, cuando termine la guerra, tenga la oportunidad de establecer un restaurante alemán en pleno Teherán. Parecería una comedia si no fuera por el horror que está a la orden del día. La cocina se mezcla con la gramática, la mirada no puede dar crédito a lo que está ocurriendo y cualquier error se paga con la tortura. Es el destino del docente por mucho que, lo que enseña, sea una mentira.

La guerra, a pesar de todo, también es pozo de envidias y de salida para el adoctrinamiento estúpido. Hay carta blanca para disponer de las vidas ajenas y no es demasiado normal que un oficial haga todo lo posible para preservar la vida del joven persa. Eso da lugar a rumores maledicentes. Claro que no son tan graves como la descripción del tamaño del algo bastante íntimo, que eso ya es el colmo. No, no es para reírse. Y, sin embargo, algo hay dentro del espíritu humano que hace que todo parezca un respiro del destino.

El director Vadim Perelman ya sorprendió hace unos cuantos años con la excelente Casa de arena y niebla, donde Jennifer Connelly y Ben Kingsley daban un par de lecciones de interpretación dentro de un enfrentamiento inusual. Con esta película, Perelman pone en juego la traducción de la supervivencia, la amistad imposible, la inteligencia en entredicho, la cultura como pasaporte de salvación y, ante todo, la preservación de los nombres de los que más sufrieron y fueron algo más que simples números exterminados. El resultado es una película notable, con algún que otro alargamiento innecesario, pero que acaba por convencer dentro de la perplejidad y contención que demuestra Nahuel Pérez Biscayart en la piel del profesor y el inevitable ejercicio del poder controlado que exhibe Lars Eidinger. Ellos sobrellevan el peso de la trama que acaba por conquistar en esa sinrazón absurda en la que se convierte la invención de todo un idioma.

Y es que, cuando se trata de sobrevivir, todo está permitido. Es la única munición contra la brutalidad desbocada y se torna aún más letal cuando se posee la sangre fría necesaria para acudir al recurso y no perder los nervios. Quizá porque toda gramática es irremediablemente vacía cuando no tiene semántica, por mucha fonética que se ponga en las clases. Al final, nada quiere decir nada. Sólo tienen sentido los dos mil novecientos cuarenta y ocho nombres que, como todo el mundo sabe, no tienen traducción posible. Más aún cuando llegar al día siguiente es una labor reservada sólo para los héroes que resisten contra viento y marea y tratan de vencer, aunque sólo sea una vez, a la peor parte de la raza humana. Sin perder la esperanza que, en persa, se dice bramo… ¿o no? 

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