Los niños son fuentes
renovadas de sueños continuos. La vida puede darles golpes, pero en muchas
ocasiones, no puede con ellos. Precisamente porque hay mucha vida dentro de
ellos y es absurdo acabar con algo que es lo mismo que el atacante. John lo
sabe porque está perdiendo a su madre y es enviado a Moonfleet, bajo la
protección de un tal Jeremy Fox. Al principio, puede que las pesadillas
recorran las aguas del mar cercano, pero, paulatinamente, John se da cuenta de
que Fox es un personaje fascinante. No sólo ha querido a su madre mucho, sino
que también es el líder de una banda de bucaneros. La admiración crece y, de
ahí a la amistad, hay muy poco trecho. Quizá la madre tenía razón y Fox sea el
único hombre capaz de proteger a John mucho más allá de lo que impone cualquier
obligación. Lo único reprochable es que es presa de la ambición. Puede que el
hecho de que se enamorase de una mujer que tuvo que rechazarlo por las
presiones de la familia debido a que él era un don nadie pese en sus
decisiones. Incluso parece algo libertino, pero eso es fácilmente disculpable
en un hombre que quiere llegar a lo más alto y eso significa estar por encima
de la respetabilidad. Aunque, eso sí, siempre habrá alguien con un toque más
acusado de maldad.
Fritz Lang trajo un
toque gótico para narrar la historia de este muchacho atrapado en una
conspiración de piratería y poder. La oscuridad domina el color de esta
historia en la que las manos corrompidas trepan por muros de ensoñación y no
hay duda, a pesar de las ambigüedades, de que Fox aprecia al muchacho, pero
mezclarse con piratas no es nada bueno porque son auténticos asesinos que no
van a pestañear si hace falta quitarse de en medio al mocoso. Quizá el final de
la infancia sea el desenlace de todas las ilusiones y nada sea lo que parece y
el amor, el pasado, la ambición y la codicia se confundan para que la edad
adulta sea algo gris y desechable. Atrás quedarán los lugares secretos, las
dobles vidas. Tal vez sea una película que merezca más por lo que muestra que
por lo que cuenta. Lang quiso entrar en la atmósfera más que en la narración y,
al final, algo queda ahí, como si una obra maestra pudiera haber flotado en el
ambiente a toda vela.
Stewart Granger y
George Sanders representan el mundo corrompido en el que se ve sumergido el
niño Jon Whiteley, ambiente de ese destino extrañamente dominante que zarandea
a los personajes para que vayan en busca de lo que está escrito. La fotografía
de Robert Planck es hipnótica, antigua y, sin embargo, de una nitidez y
colorido sorprendente, incluso en la filmografía de un director que tendía
descaradamente al blanco y negro como Fritz Lang. Puede que fuera así para
dotar de textura los sueños interrumpidos que ve cómo los adultos tratan de
ahogar cualquier cosa que no sea la misma realidad.
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