martes, 12 de enero de 2021

SOUL (2020), de Pete Docter

 

El jazz lanza su mensaje al aire con la esperanza de que alguien lo descifre y quede grabado en algún lugar del alma. La vida, en el fondo, es también una improvisación sobre una melodía que tiene sus compases de calma, su aceleración en el ritmo y su inevitable vuelta hacia la tonada principal. Puede que no todo salga como lo habíamos pensado, pero se intenta que esa improvisación sea la mejor posible, la conjunción de notas que hacen que esa música ya la tocáramos mañana alrededor de la medianoche.

En algún lugar, hay un buen puñado de almas esperando esa chispa necesaria que prenda la necesidad de vivir. Y no está mal ser un mentor de una de ellas para que se encuentre aquello que no es que sea un objetivo en la vida, sino el gusto de vivirla. Puede que la muerte sea una visitante siempre inoportuna que obliga a la coda final y se desee volver para que los sueños, al menos por una vez, se conviertan en realidad. Para ello, hay que regresar a lo que se hizo mal, hay que elegir, hay que intentar ese instante para el que has trabajado durante toda tu existencia. Y, también, puede ser que ese momento tan deseado, tan soñado, sea mucho más grande en la imaginación que en la vida. La renuncia también es una improvisación que merece la pena. Y suele ser tan buena que, a menudo, resulta toda una inspiración.

En algún lugar suenan las más fabulosas melodías en plena interpretación, allí, donde el alma se refugia a medio camino entre la vida terrenal y la espiritual. También es posible, si miramos bien, distinguir una buena cantidad de almas perdidas por la obsesión y el desperdicio vital. Son muertes en vida y vidas en muerte. Son entes que han perdido su chispa y, en muchas ocasiones, ni siquiera se han dado cuenta. Las almas que esperan aún por nacer juegan y tienen poca personalidad porque aún no se les ha asignado una. Según parece, hay demasiadas que son enviadas a visitar el egocentrismo y eso hace que la vida sea algo peor. La melodía sigue su curso y espera su improvisación, su momento de magia, la certeza de que vivir merece la pena por alguna razón que se escoge cuando todavía no se ha bajado al mundo. Las luces se apagan, la oscuridad sólo se hiere por un solitario foco por el que nadan nubes de humo, un contrabajo comienza a sugerir un ritmo, la percusión va por su lado, el saxo tenor da la entrada y las teclas del piano parecen emitir sonidos por sí solas porque, en el fondo, son caricias sobre la inmortalidad. Es alimento para el alma hambrienta. Es el espíritu, que trata de tomar forma. Es la persona, que vuela sobre la belleza, sobre la alegría, sobre las ganas de que haya un día siguiente.

Por allá abajo (o arriba, según se mire) las cuentas se llevan matemáticamente. Y el jazz, al igual que la vida, pide unos cuantos compases más de magia. Quizá un barco repleto de viajes astrales surgidos de vidas frustradas guíe un poco el camino. La seguridad está muy reñida con la improvisación y se coloca en el último compás antes de haber desarrollado todas las posibilidades de esa melodía escurridiza, sobre la que se planea y se vuelve, a menudo, con maestría. La luz no deja de brillar y puede que sea el acorde final, pero tendrá que esperar un poco si las almas aún no han conseguido realizar la misión para la que fueron creadas. Todo se parte por en medio y, lo mismo, también hay un mar de confusión mientras una vida se va y otra llega. La improvisación será otra, sin duda, pero, casi con toda certeza, será tan buena como cualquier otra. Es cuestión de almas. 

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