Vivir confortablemente
es un vicio. Una vez que lo consigues, es muy difícil renunciar a ello. Dick y
Jane es un matrimonio feliz, de clase media alta, que tiene una bonita casa y
un niño más bonito todavía. Sin embargo, nadie está a salvo de los cataclismos
así que, de repente, los dos se ven en la calle y sin empleo. Ya se sabe, sí,
haré esto, haré lo otro, pero no llega ni de lejos, y además hay que ponerse
manos a la obra. Así que lo mejor es que los Harper se conviertan en unos
ladrones de categoría. Por ejemplo, sin ir más lejos, no hay nada como robar en
una farmacia. Ahí llega Dick, con su pistola al cincho y, de repente, en plena
faena, la pistola se le resbala hacia el arco del triunfo. Naturalmente, el
farmacéutico le ve muy apurado en las zonas bajas, con unos picores y
retorcimientos que, pobrecillo, debe estar pasándolo mal, así que comienza a
sacar medicamentos para paliar lo que sea que tenga entre las piernas que debe
ser, por supuesto, producto de una vida licenciosa. Y, al final, Dick, ladrón,
pero buena persona, tiene que comprarle las medicinas. Así no vamos a ninguna
parte.
Es que hay que
fastidiarse. El despido viene cuando Dick y Jane estaban construyéndose la
soñada piscina en el jardín. Y las cosas no se pagan siendo buenas personas.
Cualquiera desconfiaría de una comedia con George Segal y Jane Fonda, pero el
cine siempre depara buenas sorpresas y ésta es una de ellas. Chistes sucios
para la época, pero que ahora nos parecerían canciones de cuna, una desternillante
escena con Segal practicando la persuasión del ladrón totalmente vestido de
negro y con un pasamontañas delante del espejo, sermones inútiles, aplausos
inesperados como consecuencia de un robo, falta de cuerdas vocales…nada es en
serio a partir de una situación muy seria. Y lo que queda es una comedia
divertida, a años luz de la versión que Jim Carrey se atrevió a perpetrar
muchos años después, con clase, arremetiendo contra todo, pero con sentido. Y
la hipoteca también aprieta y con ganas. Es necesario subirse al tren de Dick y
Jane Harper. Nos daremos cuenta de unas cuantas cosas dramáticas con una risa
bien engrasada.
A perro flaco, todo son pulgas, y cuando uno emprende la cuesta abajo, es muy difícil frenar. Dick dilapida su reputación en una aciaga noche en la ópera, se produce un robo cuando se está recogiendo el dinero y, claro, el prestamista no quiere saber nada. No obstante, también hay que estar muy atento a los golpes de suerte. Tanto es así que se roba muy, muy bien cuando se sabe a quién y por qué se está robando. Hasta ahí puedo decir porque la cosa va a ir como la seda y ya se sabe que quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. Esto me está quedando niquelado de frases dichas. Todo para decir que Segal y Fonda saben hacer reír y que es complicado no dejarse arrastrar por un matrimonio que, de buenas a primeras, puede que no te caiga tan bien, pero que, al final, acaba por ser el adorable rastro de las personas en situación desesperada que consiguen sacar la cabeza por aquellas cosas del destino. Risas con Dick y Jane.
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