A
menudo, el ser humano tiende a mimetizarse con el ambiente. Y, con frecuencia,
su elección suele estar equivocada. Cuando el entorno supura odio y sólo se
manifiesta con violencia, lo normal es unirse a la facilidad del daño, al
descontrol del carácter, a arrasar con todo porque no hay barreras morales que
pongan ningún límite. La excusa puede ser cualquier cosa. Un claxon sin
cortesía. Unas disculpas exigidas con la coerción por delante. Un deseo de
matar. Un deseo de morir.
La sociedad se ve
reflejada en este ser monstruoso que no repara en nada con tal de hacer que el
resto del mundo sufra lo mismo que él. Y pasa por encima del hecho cierto de
que todos tenemos problemas, de que la víctima elegida puede estar en medio de
un proceso de desestructuración familiar paulatino, de que el dolor está en
todos los interiores y se manifiesta de distintas formas. El destrozo es el
objetivo. No hay fronteras para quien ha fermentado su odio entre las vísceras,
ha sobrepasado cualquier línea y ya sólo espera que alguien acabe con él. Tal
vez porque, en el fondo, es tan cobarde que no quiere hacerlo él mismo y sólo
quiere lastimar a los demás hasta la desesperación.
Este cruce sin freno
entre Un día de furia, de Joel
Schumacher, y El diablo sobre ruedas,
de Steven Spielberg, se alimenta de un par de persecuciones bien rodadas y
ciertamente espectaculares y pretende que otro de sus pilares sea Russell Crowe
que, por cierto, debería despedir a su dietista. Brillante cuando es sutil y
vulgar cuando es brutal, Crowe compone un personaje carcomido y destruido, y, a
pesar de sus esfuerzos por la intensidad, a partir de cierto momento no es más
que una máquina sin más profundidad que su propia violencia. Su oponente, Caren
Pistorius, solventa su papel con eficacia, pero sin demasiada historia, y la
dirección de Derrick Borte, dejando aparte su incoherencia narrativa, llega a
tener dificultades de contención en su desenlace. La película, si aprueba, lo
hace rozando el suspenso.
Y es que no es fácil exprimir
una sola situación durante todo el metraje, con muchos intentos para solapar
las debilidades argumentales a través de la espectacularidad y el
desquiciamiento. No todo puede basarse en miradas atravesadas, supuestas calmas
ahogantes, conspiraciones en las que la casualidad también está muy presente y
la confianza en un actor que es capaz de lo mejor, pero, también, de lo peor.
La agresión continua que sufrimos cada día por las cosas más nimias está al
fondo y el secreto deseo de estallar y dejar que los instintos animales salgan
a relucir también parece algo que, en algún momento, anhela la historia. Es un
aviso, eso sí, de cierta eficacia sobre el destino de nuestra deriva desbocada.
A veces, es necesario templar el improperio, rebajar la tensión, asumir el atasco, sin dejar que los problemas de rango superior interfieran en nuestro comportamiento. Es necesario, sin duda, afrontar la vida con un parachoques, pero hay que hacerlo con serenidad, sin perder los estribos, siendo conscientes de que no somos los únicos que estamos en apuros, que sólo vemos callejones sin salida y que, tal vez, la salida más corta sea acabar con todo de un solo golpe. Habría que mirar con atención a nuestro alrededor y sacar las conclusiones, aunque sean pocas, que nos hagan sentir, por alguna razón, afortunados.
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