viernes, 29 de enero de 2021

PAPILLÓN (1972), de Franklin J. Schaffner



No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar la mirada. No se puede encarcelar a la misma libertad. Quizá hubo un lugar, en medio del infierno, a donde iban los hombres que todo el mundo quería olvidar. Con suerte, podían morir. Allí, cada día era una prueba de supervivencia. Si no mataban las condiciones infrahumanas, siempre estaba la selva, los mosquitos, los cocodrilos, el aislamiento, la locura, la soledad, el hacinamiento, el calor asfixiante, la lluvia hiriente, la tierra en llamas. Escaparse era un sueño que sólo habitaba dentro de las noches más largas y oscuras, con el cielo cuajado de estrellas y las ideas agarradas bajo la cautividad. No es fácil pensar con claridad cuando se pasa hambre y debes estar vigilando la espalda para que el tipo de al lado no te clave un puñal o lo primero que encuentre a mano. Y hay que intentarlo, una y otra vez. Hasta que las fuerzas lleguen a su extinción. Hasta que el ánimo se conforme con respirar.

Puede que la mayor virtud del hombre que intenta evadirse sea su capacidad de observación. Hay que educar a la mente para anotar horarios, relevos, olas que chocan contra los acantilados y costumbres propias del destierro que sufren todos. La Guayana Francesa no era precisamente un lugar de vacaciones y Henri Charriere, Papillon, tuvo que aprender a vivir en prisión mientras su mente volaba libre en busca de la siguiente oportunidad para escapar. La amistad con Dega, el falsificador, fue fundamental, y, por el camino, tuvieron que hacer cosas que espantarían a cualquiera. Sin embargo, basaron su supervivencia en resistir y lo hicieron muy bien. Con sus momentos de flaqueza, sus situaciones imposibles, sus miradas perdidas de ojos hundidos en celdas diminutas. Fueron héroes a rayas que trataron de hacer de la vida, un deseo incontenible. No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar a la misma libertad.

Con un punto de vista marcadamente europeo, Franklin J. Schaffner dirigió esta espléndida película con unos impresionantes Steve McQueen y Dustin Hoffman en los papeles principales. A través de ellos, sentimos el sudor en las manos y la desesperación en sus alientos. También comprobamos cuán difícil es ver con claridad con unas gafas en medio de la humedad. O asistimos a la angustia de mover a un caimán de un charco. Incluso vemos cómo hay que conservar las energías cuando se huye a través de los pantanos. Todo ello conforma una historia de libertad, de mariposas en el pecho que no dejan de batir sus alas porque el mundo está ahí fuera, llamando a la vida que merece ser degustada. Con sus cosas feas, desde luego, pero también con esa sensación que produce haber conseguido lo que sólo se soñaba. El mar mece suavemente el deseo y el cielo azul es el único testigo de una fuga que se hace esperar demasiado. Es el momento de romper las cadenas y de cerrar ese lugar abandonado de la mano de Dios, nido de enfermedades y de obsesiones, de tiránicas crueldades y de eternas introducciones en la nada. Y lo haremos con un hombre que jamás se conformó con su destino.

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