No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar la mirada. No se puede encarcelar a la misma
libertad. Quizá hubo un lugar, en medio del infierno, a donde iban los hombres
que todo el mundo quería olvidar. Con suerte, podían morir. Allí, cada día era
una prueba de supervivencia. Si no mataban las condiciones infrahumanas,
siempre estaba la selva, los mosquitos, los cocodrilos, el aislamiento, la
locura, la soledad, el hacinamiento, el calor asfixiante, la lluvia hiriente,
la tierra en llamas. Escaparse era un sueño que sólo habitaba dentro de las
noches más largas y oscuras, con el cielo cuajado de estrellas y las ideas
agarradas bajo la cautividad. No es fácil pensar con claridad cuando se pasa
hambre y debes estar vigilando la espalda para que el tipo de al lado no te
clave un puñal o lo primero que encuentre a mano. Y hay que intentarlo, una y
otra vez. Hasta que las fuerzas lleguen a su extinción. Hasta que el ánimo se
conforme con respirar.
Puede que la mayor
virtud del hombre que intenta evadirse sea su capacidad de observación. Hay que
educar a la mente para anotar horarios, relevos, olas que chocan contra los
acantilados y costumbres propias del destierro que sufren todos. La Guayana
Francesa no era precisamente un lugar de vacaciones y Henri Charriere, Papillon, tuvo que aprender a vivir en
prisión mientras su mente volaba libre en busca de la siguiente oportunidad
para escapar. La amistad con Dega, el falsificador, fue fundamental, y, por el
camino, tuvieron que hacer cosas que espantarían a cualquiera. Sin embargo,
basaron su supervivencia en resistir y lo hicieron muy bien. Con sus momentos
de flaqueza, sus situaciones imposibles, sus miradas perdidas de ojos hundidos
en celdas diminutas. Fueron héroes a rayas que trataron de hacer de la vida, un
deseo incontenible. No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar a la
misma libertad.
Con un punto de vista
marcadamente europeo, Franklin J. Schaffner dirigió esta espléndida película
con unos impresionantes Steve McQueen y Dustin Hoffman en los papeles
principales. A través de ellos, sentimos el sudor en las manos y la
desesperación en sus alientos. También comprobamos cuán difícil es ver con
claridad con unas gafas en medio de la humedad. O asistimos a la angustia de
mover a un caimán de un charco. Incluso vemos cómo hay que conservar las
energías cuando se huye a través de los pantanos. Todo ello conforma una
historia de libertad, de mariposas en el pecho que no dejan de batir sus alas
porque el mundo está ahí fuera, llamando a la vida que merece ser degustada.
Con sus cosas feas, desde luego, pero también con esa sensación que produce
haber conseguido lo que sólo se soñaba. El mar mece suavemente el deseo y el
cielo azul es el único testigo de una fuga que se hace esperar demasiado. Es el
momento de romper las cadenas y de cerrar ese lugar abandonado de la mano de
Dios, nido de enfermedades y de obsesiones, de tiránicas crueldades y de
eternas introducciones en la nada. Y lo haremos con un hombre que jamás se
conformó con su destino.
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