La quintaesencia del
cineasta independiente dentro de una película de ínfimo presupuesto es
plantarse en un plató con una cámara y rodar sólo lo que se pueda y como se
pueda. Quizá sea un homenaje para ese cine que ya no se estila y que, sin embargo,
tuvo su fuerza en algunos momentos de los ochenta y de los noventa. Una
secuencia onírica que no sale y los bocadillos que no vienen. Todo parece que
se escapa al control de un director con ganas de crear que, sin embargo, crea
más bien poco. Hasta que las piezas encajan casi de una manera mágica. Es el
arte y sus caprichos. Es una comedia de errores que, de tantos, comienzan a
crear un rompecabezas de cierto sentido. Y no todo tiene que estar revestido de
seriedad y trascendencia. También hay mucho sitio para el humor. Ése mismo que
no hay que perder cuando no hay dinero detrás sustentando el proyecto y mucha
voluntad por delante. Al fin y al cabo, hacer cine es casi un placer cuando
surge del caos.
Tom di Cillo, sin
caérsele la sonrisa de los labios, elabora prácticamente un documental sobre
cómo hacer una película. Con la dignidad por delante y la diversión por detrás,
describe los problemas, los callejones sin salida, los deseos de que salga una
cosa cuando, en realidad, está saliendo otra completamente diferente o,
incluso, opuesta. Entre medias, una maraña de relaciones entre los miembros del
equipo que articulan todo un mosaico de caracteres que pueden ser tomados de
una u otra manera dependiendo del estado de humor del director. Para ese papel,
nadie mejor que Steve Buscemi, que busca la inspiración donde no la hay, la
encuentra por casualidad y conduce toda esa risa que, lejos de lo fácil, se
hunde en la sagacidad de un entorno compuesto por artistas que no están ahí por
casualidad. Y es que la frustración es un fantasma que merodea siempre detrás
de las cámaras y de las luces y hay que mantenerlo fuera de foco. Por supuesto,
como compañeros de escena, no falta la inutilidad, el egoísmo, la arrogancia y
la paranoia, pero esa es precisamente la labor de un buen director que ansía
hacer su obra maestra con escenas que impacten, que expresen exactamente lo que
quiere decir y que lleguen al público con las intenciones intactas. Silencio,
por favor, se rueda.
Así que, con la voz muy bajita, no hay que dejar pasar la ocasión de ver una buena película sobre el arte de hacer buenas películas. Es una especie de François Truffaut dotado de una mirada irónica, algo distante y ciertamente rebelde. Ah, y no pierdan los nervios. Al final, misteriosamente, todo tiene un sentido insospechado. Lo mejor de todo es que puede que sea acorde con los deseos del director y esa manzana y ese enano sean una secuencia para recordar. Aunque el camino para llegar hasta ahí esté asfaltado de desastres de consecuencias imprevisibles. Quizá sólo haya que cambiar el énfasis y el problema esté resuelto y todo fluya como es debido. Son los misterios de la creación. Nunca sabes lo que te va a salir.
2 comentarios:
No la conocía ¡a por ella! Gracias, César.
Es muy divertida. No te arrepentirás.
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