Sólo
hay que tener en cuenta dos requisitos fundamentales para perpetrar el robo del
siglo. Uno es la financiación. La preparación del golpe conlleva unos gastos
que hay que sufragar de alguna manera, así que más vale encontrar al hombre
adecuado, que maneje guita y sea listo. El otro, naturalmente, es la
imaginación. Hay que utilizar el cerebro para que no haya fallos, ni fugas, ni
contratiempos en caso de que la cosa salga mal. Y todo porque un poco de
marihuana en un pitillo fue arrastrada en una noche de lluvia al lugar más
inesperado posible.
Así que hay que
rodearse de gente competente, que también ponga a trabajar la inteligencia. Hay
que ser muy rápido y muy preciso para montar el quilombo y combinar, de forma
magistral, el furgón y zapatazo con el guante blanco. Quizá, incluso, haya que
disfrutar un poco con todo el asunto. Y prepararlo a conciencia. Todo debe
estar previsto. Y aún así, el fallo acechará esperando su oportunidad. Es el
único inconveniente de dedicarse al negocio del atraco. El secreto está en
ahogar cualquier atisbo de error antes de que ocurra. Y añadir algo muy
importante. Mantener la conciencia limpia. Al fin y al cabo, nadie saldrá
dañado salvo el banco. Y a esos, ni agua.
Unos cuantos personajes
van a deambular con la idea de que cualquier obstáculo se puede salvar siempre
que se puedan armar suficientes maniobras de distracción. Luego, posiblemente,
la debilidad humana hará su trabajo y, por supuesto, habrá que pagar algo, pero
será tan poco que, prácticamente, es una inversión segura. Sin armas ni
rencores, en barrio de ricachones, anticipándose al siguiente movimiento. Y con
mucha labia de argentino enrollado. Eso que no falte.
Ariel Winograd dirige
esta descripción de lo que fue calificado como el robo del siglo dentro de la
historia de la delincuencia en Argentina. Y lo hace con habilidad y agilidad,
recordando, especialmente en el último tercio de la película, el estilo de
Martin Scorsese, con una utilización excepcional de la banda sonora y contando
con el trabajo impecable, pleno de solidez, de todo el reparto y con mención
especial para el extraordinario Guillermo Francella y el frío y colocado Diego
Peretti. La historia marcha sobre ruedas todo el tiempo, con saltos muy
oportunos hacia atrás y hacia adelante, con algún que otro personaje sin
demasiado desarrollo, pero consiguiendo un ritmo sobresaliente y, sin duda,
lleno de brillantez. En esta ocasión, no sólo asistiremos a un atraco en
primera fila, sino también a un entretenimiento de cierta altura.
Y es que no cabe duda de que, a partir de determinado momento, el espectador desea fervientemente que estos granujas de asalto preciso, conciso e irreprochable, se salgan con la suya. Tienen mucho vacío en sus vidas y algún que otro sueño bastante sencillo por cumplir, se preparan con absoluta entrega y los diálogos establecen una empatía cómplice con ellos. Las negociaciones las ganan sobradamente y la sonrisa es un compinche más a la hora de recoger las ganancias. Si se añade una música adecuada, con un montaje claro y sin fisuras, unas interpretaciones creíbles revestidas de una estupenda ironía y una dirección sobria que pone el énfasis en planos que no necesitan ni un solo subrayado de más, damas y caballeros, estamos ante el golpe perfecto, el robo del siglo y el instante mágico dentro de una sala de cine. No dejen de participar en el reparto del botín.
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