Cuando llega la edad en
la que existen más preguntas que respuestas y nada parece claro, siempre hay
alguien que parece tomarte de la mano y guiarte en medio de las tinieblas. Esas
mismas que confunden, desorientan, desmoralizan y agobian. Y, por supuesto,
está la llamada del sexo que siempre es un bombardeo hormonal en el que se
experimentan cambios físicos y psíquicos cuya peor parte es, quizá, la misma
conciencia de que existen. Puede que los hermanos, con su habitual falta de
tacto, traten de ayudar de alguna forma. Puede que los amigos, con su habitual
lejanía, también intenten algo. Sin embargo, la única persona que, de verdad,
puede saber lo que sientes, lo que deseas y, aún mejor, formularlo, es tu
madre. ¿Quién mejor para enseñar lo que no sabes? ¿Quién mejor para adiestrarte
para el futuro? Sí, es el incesto, pero no hay juicio sobre ello. Sólo una
relación tierna, sin obligaciones, esporádica y puramente didáctica. Lo demás,
sólo cabe en la misma ética del espectador.
Así es como Louis Malle
lo presentaba. Con maestría, con calma, con una total ausencia de sordidez en
la exposición, con elegancia, sin mostrar, pero diciéndolo. Sin enseñar, pero
sugiriéndolo. Quizá con la sabiduría de esa sensación de que no hay nada como
acurrucarse en el pecho de una madre y sentir su olor, su tacto, su vida. Sin
más necesidad que la protección. Sin más intención que la naturaleza.
Es el momento de hacer
las maletas y pasar unos días en el balneario porque allí, con todas las
experiencias que esperan, también se halla el enfrentamiento con la normalidad,
el juego del cortejo ingenuo e inocente de un joven con otra chica, la
seguridad de que el tiempo que pasa no siempre se pierde entre las rendijas de
la espera. Puede que haya tardes de quietud que merezcan la pena pasarse en la
habitación, viendo el movimiento del sol mientras las preguntas no dejan de
acudir a la mente y se ponen en un papel que, con toda probabilidad, no llegará
mucho más allá de la papelera. Allí, en el ambiente sano e impoluto, se puede
mejorar de ese soplo al corazón que, sin tener mayor importancia, tanto
preocupa a las madres cuando el médico pronuncia el diagnóstico. El sol sonríe
cuando la vida comienza a llamar a la puerta como si fuera el servicio de
habitaciones y todo parece una tostada con mantequilla y un croissant recién
hecho. Es el instante en el que hay que guardar la experiencia conseguida para
que, cuando sea menester, se tire de ella para reaccionar con la humanidad
necesaria, con el ímpetu justo, con la mirada sabia y serena y con la seguridad
de que todo se puede aprender de un modo natural, sin tapujos, pero sin
falsedades. Sin forzar nada. Sin hacer nada prohibido por los rincones. Sólo
con la tranquilidad de que es algo que no saldrá del polígono del deseo, de las
sábanas de telón, del día en que todo ese mundo de secretos ha alzado su velo
para mostrarse y para que el joven que un día será hombre vea que no hay nada
de especial en todo ello.
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