miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL SOPLO AL CORAZÓN (1971), de Louis Malle

Cuando llega la edad en la que existen más preguntas que respuestas y nada parece claro, siempre hay alguien que parece tomarte de la mano y guiarte en medio de las tinieblas. Esas mismas que confunden, desorientan, desmoralizan y agobian. Y, por supuesto, está la llamada del sexo que siempre es un bombardeo hormonal en el que se experimentan cambios físicos y psíquicos cuya peor parte es, quizá, la misma conciencia de que existen. Puede que los hermanos, con su habitual falta de tacto, traten de ayudar de alguna forma. Puede que los amigos, con su habitual lejanía, también intenten algo. Sin embargo, la única persona que, de verdad, puede saber lo que sientes, lo que deseas y, aún mejor, formularlo, es tu madre. ¿Quién mejor para enseñar lo que no sabes? ¿Quién mejor para adiestrarte para el futuro? Sí, es el incesto, pero no hay juicio sobre ello. Sólo una relación tierna, sin obligaciones, esporádica y puramente didáctica. Lo demás, sólo cabe en la misma ética del espectador.

Así es como Louis Malle lo presentaba. Con maestría, con calma, con una total ausencia de sordidez en la exposición, con elegancia, sin mostrar, pero diciéndolo. Sin enseñar, pero sugiriéndolo. Quizá con la sabiduría de esa sensación de que no hay nada como acurrucarse en el pecho de una madre y sentir su olor, su tacto, su vida. Sin más necesidad que la protección. Sin más intención que la naturaleza.

Es el momento de hacer las maletas y pasar unos días en el balneario porque allí, con todas las experiencias que esperan, también se halla el enfrentamiento con la normalidad, el juego del cortejo ingenuo e inocente de un joven con otra chica, la seguridad de que el tiempo que pasa no siempre se pierde entre las rendijas de la espera. Puede que haya tardes de quietud que merezcan la pena pasarse en la habitación, viendo el movimiento del sol mientras las preguntas no dejan de acudir a la mente y se ponen en un papel que, con toda probabilidad, no llegará mucho más allá de la papelera. Allí, en el ambiente sano e impoluto, se puede mejorar de ese soplo al corazón que, sin tener mayor importancia, tanto preocupa a las madres cuando el médico pronuncia el diagnóstico. El sol sonríe cuando la vida comienza a llamar a la puerta como si fuera el servicio de habitaciones y todo parece una tostada con mantequilla y un croissant recién hecho. Es el instante en el que hay que guardar la experiencia conseguida para que, cuando sea menester, se tire de ella para reaccionar con la humanidad necesaria, con el ímpetu justo, con la mirada sabia y serena y con la seguridad de que todo se puede aprender de un modo natural, sin tapujos, pero sin falsedades. Sin forzar nada. Sin hacer nada prohibido por los rincones. Sólo con la tranquilidad de que es algo que no saldrá del polígono del deseo, de las sábanas de telón, del día en que todo ese mundo de secretos ha alzado su velo para mostrarse y para que el joven que un día será hombre vea que no hay nada de especial en todo ello. 

 

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