Puede
que las mujeres tengan algunos aspectos meramente físicos en los que sean
inferiores a los hombres, pero no cabe duda de que tienen otros en los que los
superan ampliamente. Y son más valiosos. Uno de ellos es el tamaño de sus
agallas. Son infinitamente más valientes, más arrojadas y mucho, mucho más
sacrificadas. Todos esos valores son más eficaces en tantas facetas que la
fuerza bruta se queda en un mero atributo de la testosterona que reduce al
hombre a la categoría de ser inferior, limitado, ingenuo y tristemente
patético.
En los confines de
África, unas guerreras de élite conforman un ejército temible que arrasa con
furia y cuyo empuje femenino hace que sean imparables porque están dispuestas a
todo con tal de defender aquello en lo que realmente creen. Las tribus rivales
pasan a ser, como enemigas, simples comparsas en unas contiendas en las que
terminan acuchilladas a sangre y fuego. Por supuesto, en el siglo XIX, aparece
el hombre blanco, con sus alargadas manos de avaricia y conquista y la
esclavitud forma parte del comercio habitual que ha arruinado vidas, sembrado
desesperaciones, cosechado rabias y fructificado en odios que aún perduran.
En todo este entramado
moral, La mujer rey funciona
razonablemente bien como película de aventuras, pero también, aprovechando el
mensaje antirracista y violentamente feminista, carece de coherencia en algunos
pasajes, realiza retratos, cuando menos, discutibles y insiste, con cierto
machaque, en el verdadero valor de las mujeres. En medio de todo ello, no deja
de deslizar la seguridad de que ellas también tienen cicatrices muy difíciles
de cerrar y que los tormentos morales hacen mella en su corazón y en su alma
con mayor encarnizamiento haciendo que esas agallas inigualables se mezclen
peligrosamente con heridas profundas, cerradas con lágrimas, curadas con huidas
hacia adelante que se empeñan en abrirse en cuanto al destino se le ocurre
alguna finta burlona.
Al lado de coreografías
de acción realmente originales, conviven algunas secuencias resueltas de forma
algo torpe. Si se muestra a alguna aguerrida soldado experta en el ataque con
lanza, lo lógico es que se vean con claridad todas sus evoluciones y se evite
el montaje fragmentado para que se rellenen los espacios vacíos en lo que es un
instante de enorme espectacularidad. En el apartado interpretativo, destaca,
como siempre, Viola Davis que no huye de esos papeles atrapados en encrucijadas
morales a pesar de su carácter eminentemente épico. Reprochable resulta el
amaneramiento totalmente prescindible de un eunuco y llena de sonrojo la
interpretación infantil que realiza John Boyega en la piel de un rey que no se
sabe muy bien de qué corona cojea.
Así que mucho cuidado con todas estas chicas dispuestas a morir en el intento porque hay momentos de calidad y otros que parecen extraídos de la factoría Marvel, con las consabidas escenas de cámara lenta y buscando el efectismo, en determinadas ocasiones, con acierto. En un descuido, te abren en canal y dejan tu cuerpo como aperitivo para los buitres. Los hombres, confiados, las desprecian porque, ya se sabe, el músculo siempre peca de arrogancia mientras que el cerebro es el gran despreciado de toda comparación, de toda descripción y de toda sinceridad. Y es el músculo más importante del cuerpo humano. En ese es en el que hay que fijarse. Todo lo demás es sólo ruido, una maniobra de distracción que cae, una y otra vez, en lo más vulgar del pensamiento.
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