El miércoles 30 de noviembre no habrá artículo en el blog porque la Biblioteca Regional de Murcia ha tenido a bien invitarme para una charla en compañía de Antonio Rentero para homenajear a unas cuantas películas que cumplen aniversario señalado en el 2022. Mil gracias a ellos por la invitación. Habrá artículo puntualmente el 1 de diciembre. Por supuesto, todos aquellos que lean estas líneas y estén en las cercanías de Murcia capital están invitados y estaré encantado de darles un abrazo.
A veces, algunos hechos
que se consideran heroicos porque conllevaron el sacrificio de muchos no son
más que el producto de la mera incompetencia. Y más aún si nos estamos
refiriendo al arrogante y elitista ejército británico con aquella carga de una
brigada ligera que, en realidad, fue la consecuencia de una horrible
planificación en la misma batalla. Los nobles oficiales, embebidos de su propio
código de conducta, más despreciable que admirable, combatían entre ellos
pugnando por la mayor cuota de poder posible. Los que salían de una academia
militar y habían abrazado la carrera castrense por pura pasión, soñaban con una
acción heroica, que los elevase a los altares de la loa sin ambages y de los
mitos. Incluso, cegados por sus ínfulas épicas, ordenaban la carga sin caer en
la cuenta de que enfrente había cañones y que ellos sólo tenían caballos,
porque la lucha iba a ser desigual y eso, sin duda, escribiría páginas de
gloria en la historia británica. Sólo eran unos ignorantes que no sabían que la
muerte tiene muy poco de heroico, aún menos de útil, y prácticamente nada de
ejemplar.
Así que los galones, en
esta ocasión, casi son motivo de hilaridad. Los comportamientos se rigen por
normas absurdas que se basan, principalmente, en el concepto de caballerosidad
que poseen los mandos. Y, por supuesto, como corresponde a miembros que han
tenido muy poco que ver con la tropa, con la razón y con la mesura justa y
ordenada, esas normas suelen ser ridículas, incomprensibles, vanas. La
frivolidad de algunas damas que pierden la cabeza a la vista de un uniforme
tampoco ayuda demasiado y el amor resulta algo bastante prescindible e
intercambiable por el sexo en épocas de guerra. No hay gloria después de
desenvainar una espada. No hay nada más que la constatación de la inutilidad
militar de unos cuantos desaprensivos que decidieron enfrentar caballos contra
cañones porque así les salía la cuenta de efectivos para la batalla. Y la moral
debería haber dictado una eterna condena contra ellos.
El director Tony
Richardson encontró enormes dificultades para llevar a cabo esta versión
sombría y pesimista de la carga de la Brigada Ligera, pero consiguió una
película esplendorosamente fotografiada por David Watkin, otorgando texturas de
alta alcurnia y lujo a una película que se centra, principalmente, en denigrar
a la alta oficialidad británica que, por simple inutilidad, enviaron a la
muerte a un puñado de hombres que tampoco merecían ni un solo ápice de
admiración. Richardson, con aires de originalidad, también plantea los
entreactos con unos dibujos satíricos, poniendo en solfa el patriotismo
victoriano y la búsqueda de fulgor postrero por parte de unos individuos que,
analizados con frialdad, mueven hacia el desprecio mucho más que hacia la
hazaña.
Con un reparto muy competente que incluía a David Hemmings (las crónicas de la época tildaron su comportamiento en rodaje de insoportable en grado máximo), John Gielgud, Trevor Howard, Vanessa Redgrave o Harry Andrews, lo único que se puede pensar después de ver esta película es que habría que agradecer mucho que aquel aciago día que los británicos se han empeñado en considerar heroico, fuera el de una última carga. Ya corrió bastante sangre por no saber hacer las cosas bien.
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