martes, 31 de octubre de 2023

ELLA Y SUS MARIDOS (1964), de Jack Lee Thompson

 

Debido a la festividad de Todos los Santos, mañana no habrá artículo. Os veo el jueves día 2.

Louise May Foster es una pobre chica de provincias que lo ha tenido muy claro desde que vivía con sus padres. El dinero no es la felicidad. Más bien es una fuente de problemas. Su padre decía lo mismo, pero su madre era todo lo contrario y, claro, lo primero que tenía que hacer Louise era buscarse un marido. A ser posible, pobre, porque la muy tonta tiene al potentado de la ciudad detrás de ella y no le hace ni caso. Así que cuando se presenta con el anillo en el dedo diciendo que se ha casado con un cualquiera, su madre se pone a aullar como un coyote y se siente tan pequeña, tan pequeña, como se ha sentido su marido durante muchos años.

El afortunado es Edgar Hopper, un tipo que promete a Louise no trabajar mucho porque ella ha de ser su única ocupación. Si viven en una cabaña andrajosa, no pasa nada. Si hay goteras y se clavan los alambres del sofá, todo va bien. Sin embargo, ese puñetero potentado le introduce el veneno de la competencia al pobre Edgar. Y el pobre Edgar, resuelto e inteligente, se convierte en el rico Edgar. Tan rico que no puede dejar de amasar dinero y se muere de tanto trabajar. Louise se convierte en viuda.

Rota de dolor, se va a París y conoce a un taxista que, además, es pintor. Uno de esos locos que cree en el arte trascendente y esas tonterías. El caso es que inventa una máquina para pintar y a ella se le ocurre que se ponga música para que la máquina se mueva al compás de Mendehlsson, o Beethoven, o lo que sea. Ya la hemos liado. El tipo consigue introducirse en los circuitos comerciales del arte y va a quemar la máquina. O va a ser devorado por ella, no sé. El caso es que Louise se convierte en viuda.

De regreso a casa, conoce a un tipo que ya es rico de por sí. Es el multimillonario Rod Anderson. Y es un romántico que siempre dice lo mismo. “Recuérdame que te diga que te quiero”. Es bonito. Es romántico. Y es puro lujo. Ella se viste como una auténtica princesa, con los diseños más bonitos y atrevidos y visitan los lugares más increíbles del mundo. Mientras tanto, no deja de recordarle a Rod que le diga que la quiere. Hasta que Rod, cansado de ganar tantos millones, deja a Louise que se convierta en viuda, por si no lo había probado antes.

Nada como distraerse con algún espectáculo. Y Louise conoce a Pinky Benson. La verdad es que Pinky es un artista que aún no ha destacado. Él es feliz cantando y bailando y haciendo el payaso en una taberna, pero el amor…ah, el amor que Pinky encuenta en Louise hace que sus facultades se exalten y el éxito está ahí mismo a la vuelta de la esquina. A Pinky, sin embargo, le estalla el corazón de amor. Y Louise se convierte en una viuda musical.

Menudo camino lleva la pobre Louise. Sabe que el dinero ha sido la causa de todas sus desdichas, así que quiere devolver su fortuna al fisco estadounidense, pero es tal cantidad que creen que está loca. Su psiquiatra, el doctor Stephenson, también cree que ella llama al dinero y al éxito así que le propone en matrimonio, pero ella reconoce en el fregador del despacho a aquel tipo que espoleó la competencia del pobre Edgar y se pregunta si no tomó la decisión más inadecuada en aquel momento.

Shirley McLaine nos enseña una colección de maridos. Y ahí están Dick Van Dyke, Paul Newman, Robert Mitchum, Gene Kelly y Dean Martin. Sucesivamente se va creyendo que está dentro de una película de cine mudo, de una película francesa sacada directamente de la nouvelle vague, de una producción tan lujosa que deja de baratillo a cualquier producción lujosa, o de una producción musical con sus números de baile y sus escenarios increíbles. Una vida de película para decir que lo mejor es seguir el instinto. Lo malo de todo es que podría haber sido un largometraje divertido y se quedó en aceptable. Puede que Jack Lee Thompson no fuera el mejor director para algo así, pero sólo por ver a McLaine dejando en la cuneta a cada uno de sus maridos, es posible que merezca algo la pena. Siempre que nadie se quede viudo, claro.

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