Debido al puente del Pilar, ya nos despedimos hasta el martes 17 de octubre. Felices días y no dejéis de ver cine. Es el mejor esclarecedor de ideas.
Probablemente
ha sido el diablo el que tuvo la idea de hacer esta película. Y con ella, viene
la confirmación de que hay largometrajes que es mejor dejarlos como están. Sin
secuelas, ni nuevas versiones. Aprovechando que la fuerza de Cristo me obliga,
voy a decir algo que, sin duda, me abre las puertas del infierno. La mejor
secuela que ha tenido El exorcista es
aquella que se estrenó con el título de El
exorcista III y que contó con William Peter Blatty, autor de la novela
original, como guionista y director. El resto han sido errores del tamaño del
inacabable purgatorio de los espectadores sufridos.
Esta secuela inclusiva
de la primera parte ni tiene sentido, ni posee fuerza, ni guarda conexión
alguna con todos los misterios e interrogantes que allí se ofrecían. Tenemos
todos los elementos de la modernidad. Mezcla de razas, pluralidad religiosa con
el ateísmo como invitado especial, preponderancia del catolicismo como la única
fuerza capaz de hacer reaccionar al maligno, un pequeño apunte de lesbianismo
y, desde luego, menos ideas que en un patio de colegio de primaria. Ni siquiera
la aparición de Ellen Burstyn anima la función porque, cuando se está
disfrutando de una grandísima dama de la actuación, lo mejor que se les ocurre
es prescindir de ella a los tres minutos haciendo que su presencia sea sólo
justificable en un guiño final que no produce ni siquiera un pequeño escalofrío
de emoción.
Varios son los baches
que atraviesa la historia. Toda la película está en función de su parte final
que, se supone, es la auténticamente terrorífica aunque, sinceramente, la
vecina de enfrente de mi rellano me produce más miedo por las mañanas. No hay
ni un solo momento álgido, los pelos, en lugar de ponerse como escarpias, se
echan una placentera siesta. Las interpretaciones son aburridas e inanes. No
hay intriga, ni excitación, ni elementos de ocultismo, ni nada de nada. Cuesta
encontrar alguna razón convincente para ir a verla. Ah, sí, el famoso Tubular Bells, de Mike Oldfield, suena
un poco, al final.
Y es que el diablo, probablemente, ha sido quien urdió las pretendidas trampas de su encarnación en dos niñas que lo ponen todo de su parte, pero que ni siquiera consiguen ese instante preciso de terror, de miedo a lo desconocido, aunque, hoy en día, a Satanás lo vemos en todas partes y bajo las más diversas apariencias. Ni un segundo de inquietud ante la posible presencia de Lucifer porque además, esto se llama El exorcista como podría haberse llamado Labios resecos o Los ojos velados de Belcebú, porque no hay ningún exorcista por ninguna parte. Parece que puede haber alguien que sabe algo de exorcismos, pero nada, mejor relegar al personaje para que deslicemos un mensaje más bien ingenuo sobre la posible verdad que hay en todas las religiones, aunque falta el judaísmo, por ejemplo. ¿Dónde estará el Padre Merrin? ¿Habrá iniciado ya su ritual particular para echar al demonio que pensó esta película? ¿El Padre Karras estará gritando de nuevo aquel “¡entra en mí! ¡entra en mí!” que le hacía tan especialmente vulnerable? Lo mismo el diablo le hace caso y nos ahorra cualquier visión espeluznante en latín, en arameo o en vulgarismos soeces que, por supuesto, brillan por su ausencia en esta ocasión. Sí, ha debido ser el diablo, probablemente. Y merece todas las condenas de Dios en cualquiera de sus fes. Sin amnistía. Lo mejor es pasar página y no olvidar que el mejor truco de Pepe Botero ha sido convencer al mundo de que existía. Ya basta el ser humano para perpetrar sus tenebrosas intenciones.
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