A veces el progreso
tiene que vérselas con la sin razón. Tal vez hubiera algunos que, dentro de un
cierto despotismo ilustrado, soñaran con una sociedad mejor, más segura, con la
gente andando tranquilamente por las calles, con unos parques realizados para
solaz y sosiego de un pueblo cansado de tanto trabajo y tanta miseria. Puede
que, para ello, hubiera que prohibir llevar capa y embozo, cortina de tantas
facas que se escondían en las noches bañadas de aguardiente y suciedad y telón
traidor de muchas muertes de madrugada. A pesar de ser una medida pensada para
que hubiera algo más de seguridad en las calles, el pueblo se rebela.
Consideran que eso es decir al español medio cómo debe de vestir. Y la
tradición manda. Y además, eso es consecuencia de un bando de obligado
cumplimiento dictado por ese extranjero del demonio, ese advenedizo que no
tiene ni idea de las costumbres patrias, ese Esquilache que ocupa el lado
derecho del trono de Carlos III porque entre ellos hay complicidades y risas
que el resto de la nobleza no entiende.
Y entonces es cuando se
levanta la sospecha. El pueblo no quiere a ese italiano que el rey se trajo de
Nápoles, pero la nobleza tampoco lo quiere, luego tan malo no puede ser. Ahí
está el Duque de Villasanta, insidioso y malhadado que, en castigo por su
intento de tráfico de influencias al que se niega Esquilache, es comisionado
por el rey para ejercer de asistente de su primer ministro. O el Marqués de la
Ensenada, que detrás de su bondadosa sonrisa esconde a un conspirador de corte
y confección. Esquilache se las tiene que ver con todos porque cree, realmente,
que está llevando el progreso a las calles. Y lo que está trayendo es una
ruptura.
Estupenda adaptación de
la obra teatral de Antonio Buero Vallejo Un
soñador para un pueblo, la directora Josefina Molina realiza un espléndido
trabajo de sobriedad y de atención al diálogo, siempre cortante y lleno de
dobles y triples sentidos, en manos de un reparto excepcional, perfecto en cada
uno de sus papeles. Ahí está Fernando Fernán Gómez en la piel de Esquilache y
un tremendamente apropiado Adolfo Marsillach para dar gesto y encarnadura al
Rey Carlos III. Alrededor grandes nombres, especialmente Alberto Closas como
Villasanta, Ángel de Andrés como Ensenada, Ángela Molina como la criada de
Esquilache, la única que realmente se preocupa por él, Concha Velasco como su
caprichosa e influyente esposa y una maravillosa Amparo Rivelles como la madre
del rey, clara en sus pretensiones, cortante en sus acepciones y metafórica en
sus planteamientos. Al fin y al cabo, el juego del poder puede ser fácilmente
equiparable a una simple partida de cartas…
Así que no es suficiente la buena voluntad y el deseo de prosperidad. Hay que conectar también con los anhelos del pueblo que quiere seguir llevando capa y embozo a pesar de todo lo que se pueda esconder tras ellos. Y quiere echar al maldito italiano. Con la de españoles que hay aquí dispuestos a hacernos la vida imposible sólo faltaría que tuviéramos que traer uno de Italia para que sea aún peor. Intolerable. Despotismo, no. Ilustrado, tampoco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario