martes, 3 de octubre de 2023

ESQUILACHE (1989), de Josefina Molina

 

A veces el progreso tiene que vérselas con la sin razón. Tal vez hubiera algunos que, dentro de un cierto despotismo ilustrado, soñaran con una sociedad mejor, más segura, con la gente andando tranquilamente por las calles, con unos parques realizados para solaz y sosiego de un pueblo cansado de tanto trabajo y tanta miseria. Puede que, para ello, hubiera que prohibir llevar capa y embozo, cortina de tantas facas que se escondían en las noches bañadas de aguardiente y suciedad y telón traidor de muchas muertes de madrugada. A pesar de ser una medida pensada para que hubiera algo más de seguridad en las calles, el pueblo se rebela. Consideran que eso es decir al español medio cómo debe de vestir. Y la tradición manda. Y además, eso es consecuencia de un bando de obligado cumplimiento dictado por ese extranjero del demonio, ese advenedizo que no tiene ni idea de las costumbres patrias, ese Esquilache que ocupa el lado derecho del trono de Carlos III porque entre ellos hay complicidades y risas que el resto de la nobleza no entiende.

Y entonces es cuando se levanta la sospecha. El pueblo no quiere a ese italiano que el rey se trajo de Nápoles, pero la nobleza tampoco lo quiere, luego tan malo no puede ser. Ahí está el Duque de Villasanta, insidioso y malhadado que, en castigo por su intento de tráfico de influencias al que se niega Esquilache, es comisionado por el rey para ejercer de asistente de su primer ministro. O el Marqués de la Ensenada, que detrás de su bondadosa sonrisa esconde a un conspirador de corte y confección. Esquilache se las tiene que ver con todos porque cree, realmente, que está llevando el progreso a las calles. Y lo que está trayendo es una ruptura.

Estupenda adaptación de la obra teatral de Antonio Buero Vallejo Un soñador para un pueblo, la directora Josefina Molina realiza un espléndido trabajo de sobriedad y de atención al diálogo, siempre cortante y lleno de dobles y triples sentidos, en manos de un reparto excepcional, perfecto en cada uno de sus papeles. Ahí está Fernando Fernán Gómez en la piel de Esquilache y un tremendamente apropiado Adolfo Marsillach para dar gesto y encarnadura al Rey Carlos III. Alrededor grandes nombres, especialmente Alberto Closas como Villasanta, Ángel de Andrés como Ensenada, Ángela Molina como la criada de Esquilache, la única que realmente se preocupa por él, Concha Velasco como su caprichosa e influyente esposa y una maravillosa Amparo Rivelles como la madre del rey, clara en sus pretensiones, cortante en sus acepciones y metafórica en sus planteamientos. Al fin y al cabo, el juego del poder puede ser fácilmente equiparable a una simple partida de cartas…

Así que no es suficiente la buena voluntad y el deseo de prosperidad. Hay que conectar también con los anhelos del pueblo que quiere seguir llevando capa y embozo a pesar de todo lo que se pueda esconder tras ellos. Y quiere echar al maldito italiano. Con la de españoles que hay aquí dispuestos a hacernos la vida imposible sólo faltaría que tuviéramos que traer uno de Italia para que sea aún peor. Intolerable. Despotismo, no. Ilustrado, tampoco.

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