El
hombre blanco no puede permitir que una nación india llegue a ser
insultantemente rica. Se acercarán a los indígenas con una sonrisa y, con la
mayor sangre fría y con el peor de los engaños, tratarán de arrebatarles todo,
incluso la vida, con tal de cobrar los beneficios del petróleo encontrado en
sus tierras. El hombre blanco debe colonizar no sólo sus tierras, sino también
sus hogares, su ánimo, su agonía y su último aliento. En las verdes praderas
tardará en llegar la justicia. Y aún así, la sociedad que no quiere enfrentar
sus tremendos errores acabará por escuchar los sucesos como si fuera un
programa de radio en directo.
No cabe duda de que hay
enormes pasajes del mejor cine en esta película. Sin embargo, carece de esa
sensación vibrante que impregna muchas de las imágenes del maestro Scorsese.
Aún así, sus primeros diez minutos delatan la presencia de un cineasta de
ritmo, que no ha perdido un ápice de su pulso, que sabe lo que quiere narrar y
cómo plantearlo. Y sus tres horas y media de metraje son absolutamente
necesarias porque no sobra ni una escena. Es el tiempo preciso para contar
todas las prácticas mafiosas que se pusieron en marcha con tal de robar y
usurpar los derechos que los indios se habían ganado con el oro negro. Leonardo
di Caprio realiza una labor repleta de valentía, encarnando a un perfecto
cretino veleidoso, que no es capaz de demostrar personalidad en ningún momento
y que acaba por ser uno de los nuestros. Robert de Niro parece cómodo manejando
los hilos de la especulación y del delito sugerido. Lily Gladstone hace
recorrer por su piel cetrina los sufrimientos de un entorno que,
paulatinamente, va desapareciendo. El resultado es una excelente película que
no llega a la categoría de obra maestra, con grandes momentos, sin ese nervio
especial, pero con magistral mirada de uno de los últimos maestros del cine.
En cada instante, casi
se puede sentir la angustia de los personajes, atrapados en sus propias
decisiones en una guerra invisible que sólo se cuenta por el lado de las
víctimas. El asesinato discurre en libertad porque a nadie le interesa saber
quién está acabando con los nativos de la zona. Ni siquiera poseen una
condición legal que les permita disponer de los fondos que se van generando. Y
el hombre blanco, el maldito hombre blanco, sonríe y dispara, tiende una mano y
les ahoga con la otra, cuenta los muertos con la facilidad con la que se revisa
el número de billetes. La ambición blanca no tiene límites. Y no parará hasta que
el último indio rico sea un indio enterrado.
En esta ocasión, no hay redención, ni catarsis. Sólo culpabilidad sazonada con conciencias erráticas. El espectador tampoco se puede identificar con nadie porque no hay ningún personaje que presente un rostro positivo. Todos quieren algo y todos tienen a punto el instrumento de la traición. Sólo Molly y su agonía parece despertar alguna simpatía por el lado más difícil del sufrimiento prolongado. El resto es doblez, cinismo, frases dichas sin respaldo de sinceridad, traumas, melancolía, horror, disparos en la noche, explosiones que revientan la opinión, manipulaciones descontroladas. No es un western. Es otra película de gangsters, sólo que en otro ambiente. Con los mismos métodos y los mismos objetivos. Eliminar competencias. Establecer monopolios. Amasar fortunas. Quitarse de en medio elementos incómodos. Y, por supuesto, reflexionar detenidamente sobre lo que se acaba de ver tras tres horas y media de exterminio por entregas con tal de que esos malditos indios traspasen a sus herederos toda su fortuna. En el fondo, Martin Scorsese no deja de asestar una buena tanda de puñetazos en el estómago. Y el espectador debe dirimir cuánto daño le ha hecho.
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