martes, 24 de octubre de 2023

NOSFERATU (1922), de Friedrich Wilhelm Murnau

El cielo plomizo cae sobre Wisborg. Las sombras se deslizan por la noche, como si fueran algo inaprensible que deambula por las calles mientras el agua exhibe su lamento chocando contra los muelles del canal. Las siluetas de la iglesia y del ayuntamiento parecen abrir profundos agujeros negros en el lienzo rojizo del día muerto. Las cervezas en las tabernas estallan sus burbujas, como urgiendo al parroquiano a que termine de una vez y se vaya a casa. Algo flota en el ambiente. Es una sombra sin figura. Es una encarnación de los miedos más ocultos. Es el no-muerto. Con él, viene la peste.

Y todo comienza con la felicidad llamando a espuertas porque el amor se siente a gusto. Sólo un encargo de trabajo puede separar a esa pareja que apenas puede separarse y, entonces, todo se vuelve tenebroso, abismal. La enfermedad va a cruzar Europa del Este para sembrar las pieles de pústulas y heridas, muy similares a las mordeduras de algo innombrable en un cuello virgen. Parece que el sol purificará las pesadillas y la maldad se olvidará de regresar a su ataúd. Nada queda. Ni siquiera el rastro de esas manos puntiagudas que desean lo inalcanzable y sólo anhelan proseguir con su infausta inmortalidad. Cierren las puertas y ventanas. El no-muerto surgirá entre la tierra de sus dominios y llevará consigo el dolor, la angustia y la presencia inequívoca del infierno.

Friedrich Wilhelm Murnau dirigió esta obra maestra del cine y mirar a través del objetivo ya no fue lo mismo. A partir de ese momento, el cine quiso establecer una estética enormemente atractiva, como si fuera un vampiro acechando a su público potencial. Las sombras comenzaron a tomar forma. Los significados ocultos empezaron a sembrarse en el surco de los agujeros del fotograma. La noche pareció perderse entre las brumas de un día que nunca comenzaba y el día tardaba y parecía anunciarse con dolor. Inenarrable, imposible, infiel, terrible, implacable.

Hay que destacar que la viuda de Bram Stoker denunció a Murnau por utilizar la novela de su marido Drácula sin pagar ni un centavo de derechos. Ganó en los tribunales y la pena fue excesiva: no sólo no se podía exhibir la película en ningún lugar a pesar de que, en la fecha de la sentencia, ya se había estrenado en Alemania, Francia y Checoslovaquia, sino que también se ordenaba la destrucción de todas las copias existentes para que no se pudiera exhibir de nuevo. Algunos años más tarde, surgieron copias piratas e incompletas en Berlín, en Praga, en Londres…el español Luciano Berriatúa, verdadera leyenda en la restauración de películas, localizó una copia casi completa en París, con los tintes originales que había pensado Murnau para su película. Gracias a su labor, se puso rescatar con cierta fidelidad este tesoro del cine, aún no superado, con la magia intacta de su silenciosa modernidad, con la seguridad de que, tal vez, al otro lado de la puerta, el mal aceche con aviesas intenciones. Puede que Murnau nos estuviera poniendo en el mismo umbral de Paracelso para que nos diéramos cuenta de no hay demasiada esperanza, pero que el amor es lo que más nos puede salvar.

 

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