El cielo plomizo cae
sobre Wisborg. Las sombras se deslizan por la noche, como si fueran algo
inaprensible que deambula por las calles mientras el agua exhibe su lamento
chocando contra los muelles del canal. Las siluetas de la iglesia y del ayuntamiento
parecen abrir profundos agujeros negros en el lienzo rojizo del día muerto. Las
cervezas en las tabernas estallan sus burbujas, como urgiendo al parroquiano a
que termine de una vez y se vaya a casa. Algo flota en el ambiente. Es una
sombra sin figura. Es una encarnación de los miedos más ocultos. Es el
no-muerto. Con él, viene la peste.
Y todo comienza con la
felicidad llamando a espuertas porque el amor se siente a gusto. Sólo un
encargo de trabajo puede separar a esa pareja que apenas puede separarse y,
entonces, todo se vuelve tenebroso, abismal. La enfermedad va a cruzar Europa
del Este para sembrar las pieles de pústulas y heridas, muy similares a las
mordeduras de algo innombrable en un cuello virgen. Parece que el sol
purificará las pesadillas y la maldad se olvidará de regresar a su ataúd. Nada
queda. Ni siquiera el rastro de esas manos puntiagudas que desean lo
inalcanzable y sólo anhelan proseguir con su infausta inmortalidad. Cierren las
puertas y ventanas. El no-muerto surgirá entre la tierra de sus dominios y
llevará consigo el dolor, la angustia y la presencia inequívoca del infierno.
Friedrich Wilhelm
Murnau dirigió esta obra maestra del cine y mirar a través del objetivo ya no
fue lo mismo. A partir de ese momento, el cine quiso establecer una estética
enormemente atractiva, como si fuera un vampiro acechando a su público
potencial. Las sombras comenzaron a tomar forma. Los significados ocultos
empezaron a sembrarse en el surco de los agujeros del fotograma. La noche
pareció perderse entre las brumas de un día que nunca comenzaba y el día
tardaba y parecía anunciarse con dolor. Inenarrable, imposible, infiel,
terrible, implacable.
Hay que destacar que la
viuda de Bram Stoker denunció a Murnau por utilizar la novela de su marido Drácula sin pagar ni un centavo de
derechos. Ganó en los tribunales y la pena fue excesiva: no sólo no se podía
exhibir la película en ningún lugar a pesar de que, en la fecha de la
sentencia, ya se había estrenado en Alemania, Francia y Checoslovaquia, sino
que también se ordenaba la destrucción de todas las copias existentes para que
no se pudiera exhibir de nuevo. Algunos años más tarde, surgieron copias
piratas e incompletas en Berlín, en Praga, en Londres…el español Luciano
Berriatúa, verdadera leyenda en la restauración de películas, localizó una
copia casi completa en París, con los tintes originales que había pensado
Murnau para su película. Gracias a su labor, se puso rescatar con cierta
fidelidad este tesoro del cine, aún no superado, con la magia intacta de su
silenciosa modernidad, con la seguridad de que, tal vez, al otro lado de la
puerta, el mal aceche con aviesas intenciones. Puede que Murnau nos estuviera
poniendo en el mismo umbral de Paracelso para que nos diéramos cuenta de no hay
demasiada esperanza, pero que el amor es lo que más nos puede salvar.
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