La
tentación de guardar silencio cuando el extremismo es imparable no deja de ser
un error del que cualquiera tarda en darse cuenta. Más aún si se trata de
alguien con la sensibilidad extraordinaria de un escritor irrepetible.
Intentará hacer que cada una de sus líneas sea un nuevo horizonte por
descubrir, pero el sentimiento se enterrará por debajo de la gramática y la
seguridad de que nadie podrá pararlo se convierte en una obsesión, en una angustia
y, finalmente, en una desesperación terrible y devoradora. No hay más mundos
hacia los que evadirse. No hay más hombre del que esperar.
El viaje hacia lo
desconocido significará el descubrimiento de la inocencia y de la seguridad de
que hay gente mucho más atrasada, mucho más infantil y mucho más inculta que
estará dispuesta a darlo todo mientras Europa, la vieja Europa, se consume en
odios y guerras. La visión de un futuro sin fronteras, ni pasaportes, se diluye
en el pesimismo de la ausencia de esperanza, en la certeza de que no habrá
ningún país dispuesto a parar la barbarie y la sinrazón. Y finalmente, el
equilibrio sucumbirá para quedar reflejado en el espejo, como en una última
imagen de amor y muerte, como si uno de los personajes de Stefan Zweig saliera
de sus novelas para recordar cuán impaciente es el corazón.
En ese camino hacia la
oscuridad, no habrá lamentaciones forzadas, ni histerismos manieristas para
reflejar la desolación de un mundo que se acaba sin remedio. Tan solo un actor,
capaz de dar a entender las tormentas de la personalidad con lo que ve, con lo
que toca, con lo que siente y con lo que padece. A su alrededor, el
aturdimiento continuo del homenaje prescindible, que no deja surgir la
inspiración, que tapa con preguntas incesantes la verdadera tragedia a la que
se aboca la Humanidad. Puede que la postura del silencio no sea la más acertada
por miedo a que, intelectualmente, ponerse a la altura del enemigo sea un
rebaje de las ideas, pero, de vez en cuando, hay que hacerlo, se debe hacer, es
la obligación del que puede leer la vida entera entre líneas, es el destino de
los que se encargan de abrir los ojos a tantos y tantos lectores que esperan
con ansiedad la siguiente frase.
Estructurada como si
fuera una obra teatral, Maria Schrader, directora de la película, nos introduce
en la figura de uno de los más grandes escritores en lengua alemana a partir de
un sufrimiento que siempre es intuido y que, prácticamente, resulta una
despedida de una época que se va sin remedio. La crueldad humana coarta la
capacidad de transmitir la genialidad y Josef Hader, en el papel del gran
Stefan Zweig, sabe convertir su rostro en narración y sus ojos en semántica
para que el espectador, ansioso por conocer la verdad de un adiós, adivine la
agonía del ánimo y la derrota del espíritu. Ni siquiera la sutil alegría es
capaz de dar un acento a la siguiente palabra. Solo marcharse. Solo la paz.
Solo el reflejo.
“Me
puse a temblar y me apresuré a taparme la cara con la mano para protegerme al
menos en la oscuridad…Desde aquel momento sé que ninguna culpa queda olvidada
mientras la conciencia tenga conocimiento de ella”. Stefan
Zweig
2 comentarios:
Muy grande, Lobo...
El silencio a veces dice mucho. En este caso no diré nada más. es mi homenaje.
Abrazos rendidos.
Gracias. Dejemos que el silencio lo diga todo.
Abrazos agradecidos.
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