jueves, 21 de septiembre de 2017

DETROIT (2017), de Kathryn Bigelow

El asfalto quemado en plena noche expira un aroma muy particular. No se sabe muy bien si procede de la tierra o del mismísimo infierno. Se derrite bajo el calor de hogueras de odio e incomprensión, alzadas contra el negro cielo de la noche en una ciudad que no entiende de convivencia. No importa quién comenzó. Cuando la violencia estalla, se diluyen las responsabilidades y quizá los disturbios fueron provocados por la policía represora en un principio, o, tal vez, fuera la gente de color que, cansada de la injusticia, se puso en pie para reclamar unos derechos básicos. Lo cierto es que la sangre corre, el alquitrán de las calles se vuelve líquido, la ciudad arde y el control se escapa.
Una noche, alguien comete una irresponsabilidad, una niñería disfrazada de rabia y entonces la tragedia se desata. Primero, el terror. Luego, la amenaza. Más tarde, la brutalidad física y moral. Por último, el asesinato. La ley del silencio debe imperar en una ciudad que se consume y la justicia se hace ciega, sorda y blanca. El atropello ya se ha cometido e influirá de tal manera en sus protagonistas que jamás volverán a recuperar sus vidas. Por el camino, habrá indiferencias, ojos ampliamente cerrados para eludir culpabilidades, intromisiones estúpidas y ese maldito sentimiento de autoridad basado únicamente en la fuerza. Y todo el mundo sabe que la idea es muy débil cuando se necesita de la fuerza para hacerla triunfar.
La oscuridad se hace eterna y la tensión es insoportable. No se respeta nada. Ni la libertad, ni la integridad, ni siquiera al soldado que ha regresado de la guerra y que debería estar más allá de la sospecha. Es más fácil creer en prejuicios que agarrar a la objetividad de las solapas y permanecer con la mirada fría. Se cerrarán las gargantas, incapaces de cantar para oídos que no merecen escuchar. Se sentirá la presión de la rabia porque la justicia se volverá de espaldas a pesar de las evidencias. Quizá sólo exista el consuelo de la honestidad y la obligación de seguir con la vida a pesar de todo.

La directora Kathryn Bigelow se decide por rodar los disturbios de Detroit del año 1967 en un estilo marcadamente documental, intentando cobrar vuelo y adoptar vista de pájaro, repartiendo culpabilidades en uno y otro lado. Quizá se detenga demasiado en lo que ocurrió en una sola noche y eso alarga la película con un leve toque de artificio, pero el vehículo es eficaz, brutal, sin concesiones, con una mirada hacia la consecución de los derechos civiles y otra a las consecuencias de los supervivientes de la matanza del Hotel Algiers perpetrada por la policía local. Vuelve a visitar, después de En tierra hostil y La noche más oscura, otra zona de guerra que dejó a toda una ciudad en llamas, rota y perpleja, intentando comprender cómo podía pasar todo aquello en pleno siglo XX. Su reparto es competente, con actores jóvenes que saben traspasar al público la angustia de unas horas interminables, la despiadada actitud de aquellos que pisoteaban vidas como si fueran colillas de cigarrillos y el insultante encogimiento de hombros de muchos que pudieron decir y prefirieron dar la espalda a la verdad. En el fondo, Bigelow da un toque muy serio a los fanatismos, siempre despreciables por su falta de razón; a las represiones violentas, maneras inútiles de poner fin a una situación inaguantable; y a todos aquellos que deciden apoyar lo injusto aún a sabiendas que lo es, porque esa es la última degradación de la propia condición humana.  

2 comentarios:

CARPET_WALLY dijo...

Bien contada, pero ¿emotiva?. He leído por ahí que el tratamiento que le ha dado al film, deja al espectador un poco como eso, simplemente espectador, implicado a fuerza de presenciar cosas que son desagradables lo mires como lo mires pero dejando claro que estás mirando a través de una pantalla lo que pasa y que no sientes que estés dentro del drama.

Bueno eso es mi traducción de lo que he leído que lo mismo tampoco querían decir eso, que la gente habla muy raro a veces. En cualquier caso tampoco me resulta una peli apetecible, ya sabéis que no me gusta sufrir por sufrir y las cosas brutalmente injustas me hacen sufrir una barbaridad. Se que la humanidad a veces es de todo menos humana, incluso aunque sus salvajes reacciones vengan determinadas por sentimientos profundamente humanos, pero me cuesta aguantar el sádico ejercicio de mostrar alos demás los comportamientos sádicos de unos cuantos.

Quizá sea una época personal, pero me parece que hay un gusto moderno por ser excesivamente expresivo o explícito, como si para contar una salvajada necesitáramos recrearla con toda crudeza, como diciéndonos si no lo ves no lo aborrecerás lo suficiente. Y yo creo que es, al contrario, mostrar determinadas cosas las banaliza, las convierte en espectáculo y no sólo retrasa la repulsa sino que en algún caso provoca el sádico disfrute.

De hecho, llevo unos días pensando que noticias como los atentados, los desastres de los huracanes o terremotos e incluso las nutridas manifestaciones pro referéndum y esas cosas, se están emitiendo y se están observando con un cierto gusto morboso por el desastre, con una utilización tremendista de impactantes imágenes en busca de un público que no logra conmoverse sino antes al contrario está buscando que la barbaridad le alimente, le estimule o le provoque.

Pero tal vez sólo es cosa mía y esta estúpida sensibilidad mía que me hace ver cosas donde no hay nada.

Abrazos atrapados





César Bardés dijo...

El tratamiento es más documental que otra cosa. No, emotividad no sentí en ningún momento. Y está bien contada salvo el hecho central, en el que se detiene demasiado, por eso la película parece algo artificiosa, pudiendo haberlo hecho en menos tiempo (dura dos horas veintiséis minutos), ése es el gran defecto que veo. Puede que tengas razón en lo que comentas sobre la excesiva brutalidad (aunque hay violencia física, se puede decir que lo que se pone en práctica es una violencia moral del copón) y que la gente, cuando ve cosas con un pequeño tinte de morbo, siempre se queda con ganas de más. Todo el mundo espera que haya un muerto en lo del referéndum (así, de paso, se quita del gobierno al PP y los catalanes aparecerán como héroes y mártires de la democracia más santísima). Todo esto son las consecuencias de un sistema educativo muy deficiente, de una televisión absolutamente inútil y de una inversión en las escalas de valores que no llevan a ninguna parte.
En cualquier caso, no es una película que no parezca que lleve a los niveles anteriores de Bigelow. Brillante en algunas secuencias y demasiado prolija en otros.
Abrazos en medio de los disturbios.