La bola corre por el
césped con tranquilidad. Atrás han quedado las luces, las drogas, la locura, el
éxito. Ahora el día se aparece cristalino con su blanca mañana y el mundo
espera, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Aquellos tiempos de
alfombra roja, focos en los estrenos, portadas en las revistas y películas como
salchichas ya han pasado. Ahora hay que construirse una nueva vida. Y tal vez
el cine no sea tan malo en sí mismo. Malas son las personas que lo componen. Como
un director acostumbrado a manipular a todos que te pide ayuda para terminar
una película en una lejana ciudad de la vieja Europa. Como un actorcillo que
trata de escalar más rápido para caer más fuerte. O como esa mujer…esa maldita
y hermosa mujer que te comió las entrañas, que te empujó hacia las oscuridades
de la locura y que se divierte viendo cómo los hombres se arrastran por una
mirada. El cine estará ahí, con su ojo avizor, tratando de convertirse en
arte…y la verdadera obra de arte es la propia vida.
Entre la confusión del
rodaje, la hoguera de las vanidades expuestas, las prisas, los montajes,
positivar negativos, pacientes consejos de interpretación, no ha habido
demasiado tiempo para fijar un objetivo. De momento, hay que tener la débil
mente ocupada con los muchos quehaceres de una película y luego, como tantas
otras veces, los pensamientos se colocan de forma tan mágica que uno llega a
creer que el cine es una terapia y no un entretenimiento. Roma permanecerá
incólume, con las grietas en sus piedras, protestando por el paso inclemente
del tiempo y, sin embargo, el cine permanece, tal vez como testimonio de una
época, de un ambiente o de un lugar, pero ahí está. Y en un rincón, discreto y
centrado, puede estar un nombre. Eso, ya de por sí, debería ser suficiente
recompensa.
Vincente Minnelli
volvió a revolver los trasteros del cine para narrar la historia de Jack
Andrews (Kirk Douglas), un hombre que probó el éxito, fue devorado por él y
acabó comprendiéndolo. A su lado, Edward G. Robinson se puso en la piel de un
director especialista en chantajes emocionales de profundo calado que acaba
decepcionado por la armadura que exhiben otros. Y también Cyd Charisse, un
grito de pánico en la noche, arrastrado por un coche que da vueltas sin control
porque ella no es una mujer, es un águila que quiere engullir a todo el que osa
poner la mirada sobre ella. No hay nada más fácil que jugar con un hombre que
se deja arrastrar por la belleza y la sensualidad. Son juguetes rotos. Son
carne de corte en la sala de montaje. Y luego se pisotean. Por eso, dos semanas
en otra ciudad será tiempo suficiente para ver con claridad qué es lo que
realmente importa en la vida.
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