A
fe mía que poco tenían de conquistadores de nuevas tierras aquellos iletrados
que partieron en busca de una quimera de oro y opulencia. Entre ellos se
odiaban y desconfiaban y eran incapaces de superar todo aquello que les
separaba en la España del siglo XVI. La codicia no entiende de honores ni de
compañerismos y, aunque españoles, no dudaban en rebanar gaznates si de ello
dependía su promesa de buena fortuna y oropeles soñados. Esa siempre ha sido
España. Y aún lo es.
No dejaban nada en su
tierra de origen salvo, quizá, algún bastardo de una noche de vino y olvido o
una madre plañendo por su partida. Tampoco tenían nada que perder porque España
ofrecía la nada para ellos y para perder la vida allí, mejor perderla en las
tierras vírgenes allende los mares. La esperanza era lo último que se perdía y,
tal vez, bien valía la apuesta unas gotas de sangre, aunque fuera de baja ralea
y condición mínima. Cierto es que, como españoles que eran, no dudaban en
luchar codo con codo cuando todo amenazaba con irse a tomar viento dorado y
que, una vez pasado el peligro, no dudaban en desenvainar filos por un quítame
allá unos granos de arena. Ni siquiera la selva los pudo entender, porque
arriesgaban todo por un buen puñado de nada.
Sin embargo, allí, donde
los ríos se estrechan y los ruidos del tupido verde se confundían con las voces
de los nativos, podía haber unas migajas de eso que llaman amor, flor de un día
en medio de tanto odio sin razón. En ellos anidaba la rabia que la vida había
sembrado en sus corazones y no entendía de patrias, ni de personas, ni de
anhelos, ni de duelos y lo mismo podían pasar a cuchillo a un oscense que a un
indígena. Eran valientes, pero taimados. Trataban a la dama oscura de tú a tú y
sabían que podía presentarse en cualquier momento. Sin piedad. Sin compasión.
Sin más recompensa que un día que se apaga y con la certeza de que ya no
vendría otro igual.
Personajes de epopeya
nacidos de la pluma del licenciado Pérez-Reverte y dirigidos con mano de hierro
por el maese Díaz Yanes que descubren los lados más oscuros de algunos soldados
sin gloria, campesinos sin mañana y damas de bravura comprobada. Interesantes
labores de los señores de Arévalo, Coronado, Jaenada y mi señora Lennie. Grande
la fotografía de Femenia, absorbente la partitura de Limón y brillante el
sonido de Marín y Muñoz, que resuelven con magisterio los problemas del
exterior rugiente. Algo de precipitación hacia el final, como queriendo dejar
bien claro que los desenlaces se presentan sin previo aviso y aclarando entre
aguas turbias tintadas de rojo que el destino de los españoles pasa por el
cuchillo empuñado por manos hermanas. Más allá de eso, sólo restará el pequeño
triunfo, sólo válido para aquellos que un día creyeron que España era grande
aunque habitada por hombres muy pequeños.
Dejo estas líneas para
que conste que he acompañado a tan insignes nombres en la búsqueda de la
calidad, en la seguridad de que vi una historia en la que la aventura estaba en
los personajes que la habitaban y no en sus hechos, en el temor de que, en
algún momento, parece que la trama se estanca igual que un río que no fluye,
pero que, al fin y al cabo, vemos una parte de nosotros mismos en tales
entelequias, más propias de ingenuos que de hombres derechos.
Lo cual firmo a fe mía,
en el año de nuestro señor de dos mil diecisiete, para que conste en los
archivos del reino y para consulta y seguimiento de quien tenga a bien leerlo.
2 comentarios:
Muy señor mío:
Doy fe de haberle leído su gran escrito, grande en efecto no solo en extensión sino también en magnificencia. Que me place siempre leer sus noticias y mas si estas son gratas y traen buenos augurios. Entrísteceme no obstante contarle que no me fue posible en los días anteriores acompañar a vuecencia en las aventuras aquí contadas, y que no fuera por falta de tiempo y sí a pesar mío. Que estando con cuatro compadres decidiendo en qué aventura embarcarnos ese día pusimos en común acuerdo no escoger las hazañas que tan excelsamente habéis narrado. No por mi gusto, que yo de buena gana me hubiera embarcado en ellas, ya en el pasado lo estuve de la mano de los maeses Saura y Herzog, y plego a Dios que de ambas saque gran enseñanza y disfrute. Mas quisieron mis compadres inclinarse por otra curiosa historia contada por una tal Coixet, de nombre Isabel, a fe mía grande amiga de la Corona, y que según me refieren se halla en el presente en grandes agravios por parte de las huestes del reino catalán, a propósito justamente de su adhesión a nuestro Rey y a nuestro Estado. Ya me temía yo que la historia de doña Isabel no resultara de mi agrado, a pesar de haber oído cantar excelencias de ella por parte de algún escribano de la corte como ese tal Boyero o ese otro Rodríguez Marchante, al que llaman Oti y al que tengo en grande estima. Pero ya imagina, señor mío, porque bien sé yo que me tiene por persona juiciosa que a la postre tuve que someterme a la opinión de la mayoría, que en estos casos ciertamente no merece la pena sacrificar la amistad ni nada que se le parezca.
Y más me hubiese valido, compadre Bardés, haber hecho oídos sordos a esos necios llevados por aduladores comentarios ajenos de los que conviene siempre guardarse como se guarda uno del mesmo diablo. Le digo pues que mis temores no eran infundados, y que no encontré regocijo alguno en la historia de doña Isabel, y que más a gusto me hubiese encontrado buscando la ciudad de oro junto a vuestras mercedes que en la Pérfida Albión en la que transcurrían las andanzas de su relato. No son pocos los deseos que tengo de embarcarme en la áurea aventura que acabáis de relatarnos, y más después de haber leído de su pluma los placeres que la misma procura. Espero que no pase mucho antes de emprender el mesmo camino que habéis recorrido, y a fe mía que tendréis nuevas de ello.
Usted me avisará de su resolución y me mandará en todo lo que sea de su gusto, a quien guarde Nuestro Señor muchos años.
Abrazos dorados
Apreciado y estimado amigo y compañero:
Bien sabía yo, y no por ello quiero dármelas de marisabidillo, que el intento de la señora de Coixet iba a prometer más de lo que realmente da, porque es algo distintivo de su hacer, siempre bueno pero algo diluido, que parte siempre de buena historia y luego queda a medio camino de la historieta anecdótica. No por ello es de despreciar lo que hace, que sus buenos seguidores tiene, y lejos está de mí arremeter contra su oficio pues sabe disponer un acabado de primera clase tal como si fuera un mueble de la augusta Venecia, así que Dios y el Rey me perdone si, en esta ocasión, dejo pasar la buena fortuna de asistir a su cuita y me regodeo en otras de mayor coincidencia con mis gustos y quehaceres.
Tampoco puedo decir que se halle sin defectos la aventura que nos propone maese Díaz Yanes, los tiene aunque no de enjundia. Apasionante, en efecto, me parece su estudio de personajes más que la andanza en sí misma, muy diferente en estética a las relatadas por el teutón y por el oscense, con otra mirada dirigida más hacia los hombres sin nombre que cruzaron la selva en busca de algo que nunca existió que hacia sus supuestas aventuras y desventuras, como diciendo, bien bajo y por detrás de la tela del jubón, que el enemigo no se hallaba en la tierra vírgen, ni en los peligros que siempre acechan en tales parajes, sino en los mismos compañeros de viaje, cada uno de su padre y de su madre, con el honor en la boca aunque fuera pisoteado en sus actos y con la daga presta a degollar a todo bicho viviente, aunque el bicho fuera hombre y el hombre, compatriota.
Algo que, tal vez y todo sea dicho, puede pecar de evidente pero que, tal y como está narrado, no deja de tener una cierta fascinación dado que la cuita no es más que un viaje continuo, con sus pausas, sus descansos, sus pasos acelerados y sus sangres.
Antes de mi despedida, deseo agradecer pues, como bien es sabido, es de bien nacidos ser agradecidos, vuestras amables palabras hacia mi escrito de constancia de tales aventuras, palabras que, Dios me guarde, no merezco, ni me atrevo a perseguir.
Queda de suyo afectísimo y seguro servidor quien firma estos continuos desvaríos acerca del arte de contar historias.
Abrazos de acero.
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