Mauricio Torres, el
gran pintor, se muere. Ha alcanzado el éxito en vida y siempre ha sido asediado
por una familia que quiso su parte del pastel cuando él alcanzó la fama y esa
rara consideración de artista inmortal. Y alguien sembró una duda en él. Una
duda taimada, insidiosa, que solo fue dicha para hacer daño porque, al fin y al
cabo, de alguna manera tenía que sufrir. En sus últimas horas, se intentará
esclarecer quién fue el maldito traidor que intentó implantar la cizaña en su
corazón. Porque él no morirá en paz. Y además… ¿qué importa que él muera en
paz? Lo importante es el dinero que va a dejar. Millones. Y más aún ahora, que
acababa de cumplir encargos para los más importantes museos de Nueva York y
París. Es una madrugada de lobos, dispuestos a devorar todo lo que se les pone
por delante. Incluso la mujer que él ha amado con todas sus fuerzas.
Uno de sus hermanos,
casado con una arpía, es gris, estúpido, falso, cobarde y débil. Da rienda
suelta a ese perro guardián con el que está casado para cubrir todas sus demás
carencias. Ella aparece y no hace más que escupir maldades para quedarse con la
mayor parte del pastel. Solo hace falta que Mauricio muera sin testar. Y todo
se repartirá a partes iguales entre los dos hermanos. ¿Quién se habría creído
que era? Con sus aires de artista bohemio y perfecto, admirado y encumbrado. Un
mediocre. Eso es lo que era. Y la furcia que vivía con él, fuera. Esa casa
tiene que pasar a los hermanos. Y el único requisito para hacerlo realidad es
que él no despierte y no recupere la consciencia. Y luego, sus cuadros. No
olvidemos su obra. Eso también vale un dineral. Que se muera ya. Que se muera.
Su otro hermano es
ladino, escurridizo, de mirada atravesada e intenciones escondidas. Nunca se le
ve venir porque finge muy bien que es muy tarde y que no está interesado en
nada. Si se muere…que se muera. Si despierta…bueno, mejor que no despierte. Son
muchos años trabajando en la cola de la pirámide como para renunciar a un buen
pellizco que te puede arreglar la vida. ¿Amor entre hermanos? ¿Qué es eso?
Basta con sentarse y esperar. Y si es necesario dar un empujoncito al menor
descuido, aquí está él. Faltaría más.
Dos sobrinos también
deambulan por la madrugada en la mansión de Mauricio Torres. Una es inocente.
Aunque eso no quiera decir que no sea capaz de hacer daño. Es una joven
amargada, a las puertas de la desgracia, que no quiere a sus padres, igual que
ellos no la quieren. A ella le hubiera gustado estar al lado del tío Mauricio.
Alejarse de ese mundo de falsedades e imposturas que tampoco acaba de entender.
Llora. Llora mucho. Es lo que pasa cuando alguien busca un refugio. El otro es
un pobre gacetillero enamorado de la mujer que ha compartido sus últimos años
con Mauricio. Quiere protegerla pero no sabe cómo. Quiere estar a su lado, pero
también es muy débil. Es un hombre que va dando bandazos y no tiene interés
ninguno en el dinero de su tío. Solo la quiere a ella. Y no sabe querer. Solo
juega con las personas. Y si le molestan, las aparta a un lado. Es fácil. Basta
con pensar en ella, en esa mujer que ha compartido los mejores momentos del
genial pintor. Esa chica que un día fue a posar para él y se quedó en su
corazón. Esa misma que ha trazado un plan para descubrir quién plantó la
semilla de la duda en una relación que era perfecta. Por eso, solo ella sabe
que Mauricio no se está muriendo. Ya está muerto. El juego está servido. Las
intrigas están sueltas. Y don Antonio Buero Vallejo está en sus letras.
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