viernes, 10 de diciembre de 2021

LA CLASE DIRIGENTE (1972), de Peter Medak

 

Lo malo de la aristocracia es que pueden creerse lo que les plazca. Pueden creer que son Jesucristo. Pueden creer que son Jack el Destripador. Y las apariencias seguirán intocables y perfectas. Ante todo educación. Aunque por debajo se deslicen las ambiciones más diabólicas con el fin de arrebatar una herencia. Ninguno está a salvo porque ninguno tiene buenas intenciones. Y el peor de todo, naturalmente, es el heredero del condado de Gurney, miembro de la Cámara de los Lores. El traje de rayas y la chistera van a ser cambiados por la sangre y la psicopatía. Atractiva combinación.

A primera vista, todo esto es una comedia que exhibe con orgullo el humor británico y la ácida crítica a la clase dirigente. Sin embargo, según avanza el metraje, todo se va oscureciendo, mientras se introduce alguna secuencia verdaderamente sorprendente. Colocar a uno de los más nobles linajes en el centro de la esquizofrenia paranoide más peligrosa es una carga de profundidad que divierte a los más humildes y humilla a los más poderosos. Peter O´Toole regala otra interpretación deslumbrante, siempre caminando por los abismos de la locura, siempre sarcástico, siempre inteligente, sacando partido de la ridícula pomposidad de la posición social de su personaje. Llega a tal punto que su Conde de Gurney llega a expandir la idea de que no hay diferencia entre la locura y la moralidad. Ambas son lo mismo. Y ambas exigen su precio. Él es el cobrador.

Efectivamente, la película es muy extraña porque contiene números musicales, un vestuario extremadamente cuidado, unas localizaciones espectaculares, asesinos en serie, agudos diálogos, desnudos, ópera, aristocracia, romance, locura, drama, comedia y algo de teología. Lo cierto es que es lo más parecido que se puede ver en cine a la manía como enfermedad psiquiátrica porque toda el desorden mental como algo absolutamente normal, aceptable y, sin embargo, tremendamente monstruoso.

Encuadrado dentro de la contracultura propia de los setenta, utiliza todas las armas a su alcance para ridiculizar toda la cínica corrección política y moral de las clases más altas del Reino Unido como el expresionismo o elementos alegóricos y no cabe duda de que la alucinación es un invitado a la proyección. Sin ella, no podríamos resistir las dos horas y media que dura el proceso.

Mientras tanto, habrá que caer en los brazos de ese maníaco que enloquece mientras suelta sin parar referencias o citas textuales de William Shakespeare, que se cura y recae en algo peor, que tiene un mayordomo sospechosamente comunista y, finalmente, resbala por la pendiente de la violencia más brutal y el asesinato. Al fin y al cabo, él forma parte de la clase dirigente y puede hacer lo que se le antoje. Ni siquiera le van a mirar mal. Como mucho pondrán muecas de escándalo o censurarán su comportamiento con susurros silabeantes a la hora del té. Todo para hacer pensar que quizá sea necesario revisar nuestro sistema de creencias al completo mientras se habla del castigo al capitalismo, mientras se plantean las relaciones entre patrones y empleados, mientras se pone en cuestión todo lo relativo a la gobernabilidad y a la influencia. ¿Quién quiere ser el próximo?

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