jueves, 9 de diciembre de 2021

FUE LA MANO DE DIOS (2021), de Paolo Sorrentino

 

Fabio es un joven como otro cualquiera. Cursa su último año de instituto y tiene cierta predilección por los clásicos. Su familia es algo pintoresca, pero arrolladoramente divertida. No es perfecta, ni mucho menos. Algún agujero negro sigue abierto porque los deslices permanecen, pero no existe el aburrimiento en el largo y cálido verano. Siente un amor platónico por su tía que, en el fondo, no está demasiado bien de la cabeza, pero se ríe. Es un joven que se ríe. Y eso es un tesoro que no sabe que posee.

De repente, la tragedia llama a la puerta de la vida de Fabio. Ya nada será igual, pero la experiencia va a ser lo suficientemente fuerte como para que tenga algo que contar. Quizá, incluso, detrás de una cámara, hablando de grandes bellezas, de juventudes perdidas o de Silvio Berlusconi. O de su propia familia. Esa misma que le va a sumergir en el dolor por un caprichoso giro del destino. Esa misma que le va a dejar un vacío que no podrá rellenar. Fabio tendrá una mirada adulta dentro de su juvenil ímpetu porque tendrá la certeza, única e invariable, de que el dolor forma parte de la felicidad y que así lo dispuso la mano de Dios.

Al fondo, una ciudad caótica e intrincada, de callejas estrechas y tratos de medianoche como Nápoles. Allí se espera a Diego Armando Maradona y, durante un tiempo, todo girará en torno de ese ídolo que unirá a todos los napolitanos de tal manera que, incluso, celebrarán los goles de Argentina en el mundial sólo porque allí juega el astro del fútbol. Como no podía ser menos, el equipo de la ciudad añadirá fuerza a ese caos que parece ser un ciudadano más. Y hará que Fabio sobreviva aunque, luego, cuando las cosas verdaderamente importantes se presenten como una visita sorprendente, todo lo demás carezca de importancia.

Paolo Sorrentino ajusta cuenta con su propio pasado a través de la figura de ese joven que quería dirigir cine sólo porque tenía algo que decir, algo rabioso que no merecía permanecer en silencio. Con una primera mitad que resulta brillante, ágil, irremediablemente sonriente, Sorrentino se hunde en una segunda parte que resulta morosa, ligeramente desorientada en la que pesa demasiado inútilmente esa larguísima escena de la seducción en la que Fabio pierde su virginidad. Por lo demás, asistimos al crecimiento obligatorio al que tuvo que hacer frente al perder esa felicidad que parecía ofrecer muchas puertas de continuidad para, más tarde, cerrarlas todas. El resultado es una película sincera, que parece salida de las mismas entrañas del realizador y eso siempre es admirable, aunque haya escenas alargadas innecesariamente y el ritmo decaiga hasta pedir la hora con insistencia porque la victoria es por la mínima.

Por el camino, Fabio descubrirá la belleza nocturna de Nápoles a través de compañías que parecen más ensoñadas y, por supuesto, habrá un lugar para recordar al delantero centro del cine italiano Federico Fellini. El dolor mismo impedirá que las lágrimas salgan hasta que broten en el instante más inesperado porque, al fin y al cabo, Fabio tiene que afrontar un camino de soledad y de aprendizaje que resulta duro, pero inmensamente enriquecedor para un futuro que se adivina inteligente. La mano de Dios quiso que él marcara el gol mientras el equipo se hundía definitivamente. Y eso no podrá contar con la ayuda de ningún árbitro. Fabio quedará en fuera de juego, pero su mirada, su cerrar de ojos, su pasión estética, su entusiasmo hará que vuelva a una posición legal para hacer el partido de su vida. Paolo Sorrentino nos lo cuenta e intenta sudar la camiseta para que no haya ninguna duda de la equipación que le hará superarse.

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