Pues sí, hay ocasiones
en la que el amor, el caprichoso halo que une a dos personas de forma mágica e
inexplicable, hace que éstos se comporten de una forma deliciosamente tonta.
Más aún si todo viene por imposición de una herencia de esas con condiciones
imposibles. Ustedes heredan si don fulanito de tal y doña menganita de cual se
casan, si no, a la siguiente generación. Y, claro, siempre hay una generación
que necesita del vil caballero que es don dinero por encima de cualquier otra
consideración. Así que hay que ponerse en contacto con la otra parte y entrar
en negociaciones. Matrimonio por herencia y por poderes, que el amor ya vendrá
después, si es que viene. La cosa se agrava porque el novio tiene algo más que
músculo y buena apariencia y decide que, de momento, su mayordomo se haga pasar
por el marido y él, mientras tanto, se traslada a La Habana, que es de donde
viene su ya esposa, para que, en el trayecto en barco, tenga tiempo de catarla,
ver cómo es en persona y, si llega el caso, seducirla. Estos hombres…siempre a
lo suyo. Resulta que la chica, sí, se casa por conveniencia, pero también es
honesta y quiere ser fiel a su marido…con lo feo que es el bueno de Dimas. No
hay quien entienda a las mujeres. Tienen más dobleces que el mar.
El caso es que dentro
del barco el enredo está servido, sobre todo por ese telegrafista de nombre tan
largo como la estela que va dejando el bote y que responde al nombre de Aurelio
Rodríguez y Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de
Vaquero, más redicho que un marinero con borla, al que le gusta hacer poesía
con el habla y juntar corazones como soles. Por otro lado, un capitán
saltalápices, y permítanme ustedes que
le califique como tal porque cada vez que da un puñetazo en la mesa, saltan
unos cuantos lápices. Un notario más listo de lo que parece y un padre deseoso
de saldar unas cuantas deudas de juego. Lo dicho, allí, en alta mar, un juego
que sólo podrán disfrutar aquellos que son deliciosamente tontos.
Después del éxito que
supuso una divertidísima película como fue Ella,
él y sus millones en la que Juan de Orduña se puso el traje de Lubitsch
saliendo más que airoso del trance, en esta ocasión el mismo director se viste
de Preston Sturges y parece que Las tres
noches de Eva es el modelo a seguir. La película es ágil, muy divertida en
algunos pasajes, algo inferior a la primera, pero elegante de arriba abajo. Una
de esas joyas raras que, de vez en cuando, regalaba el cine español de la
época, con smokings, fiestas suntuosas, nada de folclore y alguna que otra
canción con aire cubano que se amolda perfectamente a la trama al estar
ambientada en un trasatlántico con su correspondiente sala de fiestas. Eso sí,
por encima de Alfredo Mayo y Amparo Rivelles, estrellas en la cabecera del
reparto, hay que reconocer el trabajo de los excepcionales secundarios como
Paco Martínez Soria, Antonio Riquelme (el radiotelegrafista Aurelio Rodríguez y
Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de Vaquero, a su
servicio), el gran Alberto Romea, Fernando Freyre de Andrade, que luce fealdad
en la piel del mayordomo Dimas, y Miguel Pozanco como ese avispado notario que
es el primero en darse cuenta del jueguecito que se trae entre manos el
susodicho novio-marido.
Así que, con esos decorados de tonos blancos, esos diálogos llenos de ingenio y una excesiva vuelta de tuerca al final, es hora de que todos, aunque sólo sea un poco, seamos realmente deliciosamente tontos. El radiotelegrafista Aurelio Rodríguez y Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de Vaquero a sus pies.
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