La respuesta a las
peores pesadillas puede que se encuentre a mil metros bajo el mar. Allí, en un
juego mortal, se hacen realidad los monstruos que han carcomido nuestros
sueños, los miedos más mortales que nos han empequeñecido, la ansiedad que nos
ha corroído igual que el salitre del océano. Nadie sabe lo que esa misteriosa
esfera de superficie perfecta puede hacer y, sin embargo, lo hace. Hay que
intentar el viaje interior para saber qué es lo que está pasando en las
profundidades y no siempre se va a encontrar algo agradable. Quizá los
científicos de primer orden que intentan investigar ese círculo dorado tengan
también sus propias frustraciones, muy lejos de esa imagen de perfección que
pretenden transmitir. O puede que tengan desequilibrios de carácter realmente
peligrosos que saben dominar en tierra firme, pero que se tambalean con la
presión. No se sabe. Todo es frágil y susceptible de dominio en esa borrosa
visión del agua a tanta distancia del mundo real. E introducirse en la esfera
es lo más temerario que se haya podido hacer jamás. Al fin y al cabo, el pánico
a los desconocido debería ser una regla inquebrantable.
La esfera no es más que
la sintonía de un canal de realidad que convierte en algo tangible el
pensamiento inconsciente y los miedos más recónditos. Si todo eso flota más
allá de la piel, entonces es evidente que, pronto, el asesinato será el camino
más corto para atajar la ansiedad. En el fondo, esa intocada esfera, de
apariencia impoluta, es un arma que se introduce en el interior de los seres
humanos para revolver toda la inquietud que tratamos de dominar. Y, sin
embargo, la verdad aparece tan esquiva como el agua que se escurre entre los
dedos. Nadie sabe si esa esfera fue colocada ahí por una entidad extraterrestre
para establecer el principio de un final o si es un invento diabólico que
despertará la codicia de potencias militares. Cada uno tendrá que sacar sus
propias conclusiones. La muerte, sin duda, es uno de los pánicos ancestrales
del ser humano. Y la esfera va a conseguir que se presente sin avisar, con
apariencia de sueño, con hechuras de realidad.
Esta película de Barry
Levinson fue un sonoro fracaso cuando se estrenó. Basándose en una novela de
Michael Crichton, quizá no corrió la suerte que se merecía porque está espléndidamente
rodada, muy bien interpretada por Dustin Hoffman, Sharon Stone y Samuel L.
Jackson, con grandes dosis de tensión y, cierto, alguna que otra de confusión.
Sus secuencias bajo el agua son excepcionales y la claridad de su fotografía es
irrebatible. Puede que, bajo su fachada de ciencia-ficción, se esperase una
película con más acción, menos larga, más activa. Y las bombonas de oxígeno, en
esta ocasión, no van por ahí.
Así que si hay que
notar las mareas y los vaivenes de nuestras peores incertidumbres, tiene algo
de apasionante introducirse en esa esfera que se yergue orgullosa en el fondo
del océano, esperando que alguien traspase sus paredes curvadas para que
podamos llegar al total convencimiento de que todos somos capaces de matar si
el miedo es el principal instigador. A mil metros de la superficie.
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